Un inolvidable adiós a Cuba
El Tiempo, Bogotá
Un salto a Europa, así sea breve, le permite a uno respirar otro aire, distinto al que nos ahoga aquí con toda suerte de zozobras y tensiones. En vez de ello, uno encuentra en París o Madrid fastuosas exposiciones, obras de teatro, animados cafés y sobre todo librerías con toda suerte de novedades.
Una de ellas fue para mí un libro póstumo de Guillermo Cabrera Infante, titulado Mapa dibujado por un espía. Lo compré y no pude soltarlo. Son apuntes, guardados en algún cajón de su escritorio, que su viuda, Miriam Gómez, decidió publicar.
El libro explica cómo y por qué él tuvo que irse para siempre de Cuba. Muy de paso nos recuerda su primer tropiezo: la clausura de Lunes de Revolución. Este brillante suplemento literario dirigido por él fue visto por los comisarios del régimen como expresión de un pensamiento burgués. No aceptaban que publicara textos de Kafka, Camus o Borges.
Nombrado más tarde funcionario diplomático en Bruselas, Cabrera nos cuenta que también allí llegaban los inquisidores de la revolución. La muerte repentina de su madre lo llevó a La Habana. Una semana después, cuando se disponía a regresar a Bruselas junto con sus dos pequeñas hijas, recibió en el aeropuerto el inesperado anuncio de que debía hablar con el ministro Raúl Roa. Cabrera no se inquietó. Roa era amigo suyo. Le había ofrecido un ascenso y tal vez fuera ese el motivo de la cita que le fijaba.
Y aquí empieza el calvario que relata en las páginas de su libro. Roa nunca lo recibió. Durante cuatro meses, moviéndose entre innumerables amigos de la esfera cultural, oía toda suerte de rumores que los implicaban a él y a muchos de ellos. Ninguno, ni el propio Cabrera, se atrevía a decir nada contra el régimen. Aun así, por prudencia, preferían a veces reunirse lejos de cualquier posible micrófono.
Día a día, nos va dibujando el asfixiante clima policial que se vive en Cuba. Lo suyo, como bien lo escribe Vargas Llosa, es un sentimiento de soledad, amargura, indefensión e incertidumbre. Finalmente, gracias a la gestión que hizo un amigo suyo, comunista, con el presidente Dorticós, Cabrera logró abandonar la isla para siempre. Con el tiempo, lo siguieron en el exilio casi todos sus amigos, salvo aquellos que por ser vistos como infieles a la revolución se hallaban en remotas prisiones de la isla.
Muchos habían guardado, hasta el último minuto, una esperanza de cambio. A mí, por cierto, me ocurrió lo mismo. Años atrás, pese a haber advertido como periodista de la agencia cubana Prensa Latina la peligrosa deriva del régimen, seguía siéndole fiel. Por tal motivo, cuando tenía a mi cargo en París la revista Libre, cometí dos sandeces imperdonables: un editorial de apoyo a la revolución escrito por mí junto con Julio Cortázar, y el veto que por tal razón le impusimos a Cabrera Infante para que no fuera colaborador de la revista. Terrible error. Pocas semanas después, con motivo de la detención del poeta Heberto Padilla, la mayoría de los escritores de Libre habíamos roto con Cuba para siempre. Intenté disculparme muchas veces con Cabrera pero él ignoró mis excusas.
Solo veinte años después terminó este doloroso distanciamiento. Era yo embajador de Colombia en Italia cuando mi colega cubano nos pidió a los embajadores de América Latina que firmáramos una nota de protesta por un premio que una entidad oficial le había concedido a Cabrera Infante. Yo me opuse con vehemencia a semejante veto. Logré impedirlo. Cabrera Infante lo supo por nuestro amigo común, el inolvidable Carlos Franqui. De modo que cuando me vio en el salón donde se disponía a recibir el premio, me abrió los brazos. Aquella noche cenó en mi casa con Franqui y otros amigos cubanos. Desde entonces nos convertimos en estrechos amigos.
Sí, su libro póstumo, que leí de un solo tirón, me devolvió más vivo que nunca su recuerdo.
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