Un divorcio en el Vaticano
Si los muertos se revolvieran seguramente mi
abuela paterna lo estaría haciendo ahora en su tumba. Me explico: el
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Gerhard Ludwig
Müller, acaba de contradecir nada menos que al Papa al afirmar, de
manera tajante, que los católicos casados en segundas nupcias no pueden,
tal y como lo dicta el dogma de la Iglesia católica, tomar la
eucaristía.
Resulta ser que en el mes de julio, cuando el Papa
Francisco regresaba a la Santa Sede procedente de Brasil en un avión
acompañado de periodistas, declaró que una Iglesia misericordiosa podía
aceptar que los fieles divorciados y reincidentes en la institución del
matrimonio –la segunda vez por la vía civil– tomaran la comunión. Pero,
se preguntará más de uno, ¿qué tiene que ver mi difunta abuela con esta
discrepancia en el seno de la jerarquía eclesiástica? Pues mucho, porque
hace años, tras pedirle el divorcio mi abuelo, hizo lo imposible para
que el Vaticano le concediera una anulación eclesiástica que le habría
permitido casarse de nuevo por la Iglesia y recibir los sacramentos que
para ella, una católica devota hasta el final de su vida, eran tan
importantes.
Con gran pesar para mi abuela, no consiguió la
anulación y debió conformarse con contraer matrimonio por lo civil con
su segundo esposo, quien sí permaneció junto a ella en la salud y en la
enfermedad; en la riqueza y la pobreza. Siguiendo los preceptos de la
doctrina católica, sólo la muerte los apartó. Mi abuela nunca comprendió
(y me temo que tampoco lo perdonó) que en la Iglesia en la que tanto
creía no había cabida para que practicantes como ella vivieran en gracia
a la hora de acudir a misa y recibir la eucaristía del sacerdote. Con
tristeza, tuvo que resignarse a quedarse en el banco en el momento de la
repartición del pan consagrado, sin alcanzar a entender cómo ella, que
se había casado la primera vez con la convicción de que sólo Dios separa
lo que el hombre une, debía vivir en pecado por una ruptura que había
provocado mi abuelo.
Como mi abuela, hoy en día hay muchos
católicos que sufren por el dilema moral que para ellos supone verse
apartados de un ritual trascendental. Sencillamente la Iglesia no
permite en su redil, como bien ha reiterado con severidad el
representante de la Doctrina de la Fe, a los casados en segunda unión. Y
es que no hay que olvidar que esta entidad es la heredera del Santo
Oficio. O sea, la antigua Inquisición establecida en el Medievo para
suprimir las herejías con castigos que incluían la pena de muerte y una
variedad de torturas que han quedado documentadas en verdaderos museos
del horror.
Es evidente que Bergoglio, hombre campechano, de verbo
fácil y soltura bonaerense en las antípodas del encorsetamiento de la
curia romana, habló más con el corazón suspendido en las alturas (y
cercano a Dios), que con la doctrina teológica en la mano. En cambio el
arzobispo Müller, cuya misión es la de salvaguardar la indisolubilidad
del matrimonio, no admite revisionismos en este terreno porque el
divorcio es una práctica “que no es coherente con la voluntad de Dios”.
Cualquier otra interpretación, incluida la del Papa, es inadmisible.
Donde
Francisco habla de la Iglesia como “Madre” acogedora y generosa con
todos los católicos, el prefecto alemán, que es discípulo de Ratzinger,
señala los peligros de la “banalización” de Dios por medio de una
“invocación objetivamente falsa de la misericordia divina”. Un
manifiesto dirigido contra el espíritu aperturista y sorprendentemente
espontáneo del Papa argentino.
Podría decirse que hay un divorcio
entre la visión que Bergoglio tiene de la Iglesia y la que defienden
los centinelas de la Doctrina de la Fe. Hace siglos palabras al vuelo
como las pronunciadas por este Papa rompedor habrían llevado a la
hoguera a más de un creyente confundido con un apóstata. Por suerte los
tiempos han cambiado. Pero no lo suficiente para tantos católicos de
buena fe como mi querida y añorada abuela.
© Firmas Press
- 23 de julio, 2015
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- 29 de febrero, 2016
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