¿Qué nos dice la crisis de la deuda sobre el liderazgo de Obama?
No es dificil entender el drama que ha protagonizado -y volverá a protagonizar pronto- la
política estadounidense sin tener en cuenta que los fundadores de este
país organizaron el gobierno para exigir del Presidente y el Congreso un
esfuerzo constante de inteligencia. Inteligencia: capacidad intelectual
para comprender y habilidad para entablar tratos discretos, pero
eficaces.
Por eso, aunque suena un poco plúmbeo, la medida del liderazgo de un
mandatario norteamericano la da, en parte, su capacidad para comprender
lo que exige el momento de acuerdo con una visión de largo plazo y su
habilidad para lograr acuerdos legislativos que institucionalicen esa
exigencia y esa visión. La zozobra que ha vivido Washington en estas
semanas y que ya había experimentado en 2011, sugiere que el Presidente
Obama tiene mucho menos liderazgo en este campo que en otros.
La responsabilidad de ello está, desde luego, bastante repartida. A
Obama, que heredó la crisis, le ha tocado lidiar con un Partido
Republicano donde un ala radical juega un papel clave, en el contexto de
una lucha ideológica que hace imposible el consenso en las grandes
cuestiones. Por ejemplo, en materia de déficit y deuda públicas, las
materias que han estado en el centro de la disputa entre Obama y los
republicanos. Precisamente, porque ese es el ambiente en el que Obama
tiene que ejercer su liderazgo, el acuerdo logrado el miércoles a último
minuto apenas posterga la solución, pues el gobierno sólo tendrá
financiación hasta enero y la deuda sólo tendrá margen de aumento hasta
febrero.
Ahora bien: hecha la salvedad en beneficio del presidente, admite
poca duda que su liderazgo está lejos de ser el adecuado para este
momento histórico. Precisamente, porque no parece comprender lo que está
en juego, que es a su vez lo que explica la radicalización y hasta
fanatización de un sector de los republicanos, y mucho menos estar en
capacidad de lograr acuerdos que permitan atacar la nuez del problema.
Muchos presidentes gobernaron con congresos en los que una o dos
cámaras estaban en manos del adversario. Eisenhower, uno de los mejores
si no el mejor de la segunda mitad del siglo XX, gobernó la mayor parte
de sus dos períodos en los años 50 con un Congreso adverso. Pero fue
capaz de entender lo que el momento exigía de él y supo cómo organizar
la relación con el adversario para lograr acuerdos duraderos. ¿El
resultado? Corrigió los serios problemas fiscales que el Estado venía
arrastrando y dio un marco estable que disparó la economía. Tuvo la
inteligencia de saber que, al comienzo, no era posible reducir los
impuestos, como se lo pedía su partido, porque las cuentas se
desquiciarían del todo y que la prioridad era reducir el gasto, de
manera que sólo una vez que se lograse el equilibrio se procediera a
disminuir la carga tributaria. Un perfecto ejemplo de cómo entendió el
momento histórico.
El caso de Obama es distinto. El tenía en mente desde el comienzo la
reforma sanitaria, una vieja aspiración demócrata, como lo era para los
republicanos bajar los impuestos en tiempos de Eisenhower. Pero el
momento histórico de Obama era el de unas finanzas del Estado que
pasaban -y pasan- por su peor situación en varias generaciones. Por
tanto, dar prioridad absoluta a esa reforma inmediatamente después de
aprobar el paquete de estímulo fiscal de más de 800 mil millones de
dólares al inicio de su gobierno era no entender lo que estaba en juego.
Era no darse cuenta de que había una prioridad financiera y no entender
que la alarma social y política que esa crisis estaba generando había
empezado a revolucionar al Partido Republicano, alimentando al sector
radical conocido como “Tea Party”.
No era un asunto académico: apenas dos años después de subir Obama al
poder, los republicanos tomaron el control de la Cámara de
Representantes. El mensaje era doble: de un lado, los votantes le decían
a Obama que tenían mucho miedo del posible agravamiento del problema
financiero si llevaba adelante su agenda reformista sin contrapesos; del
otro, le anunciaban al país que había cabida para un amplio sector de
“fundamentalistas” republicanos dispuestos a dar guerra para volver a
ciertos principios de gobierno.
Cuando eso ocurrió, Obama no tenía buenos contactos con el Congreso. A
pesar de haber sido senador, había preferido como presidente no
negociar directamente y delegar esa función en su entonces jefe de la
Casa Blanca, Rham Emanuel. De tanto en tanto, el Vicepresidente Biden
había jugado un rol también. Pensando que el ala radical de los
republicanos convenía a sus planes porque asustaría a la mayoría
centrista, Obama menospreció a la oposición. Era sólo cuestión de tiempo
para que el Partido Republicano implosionara.
Pero resulta que en 2011 la deuda tocó su techo y que no había un
presupuesto aprobado. Tampoco lo había habido antes, pero eso no había
supuesto una crisis política porque se aprobaban “resoluciones de
continuidad” de corto plazo y no existía riesgo de suspensión de pagos.
Cuando en 2011 los republicanos pusieron como condición reducir el
déficit en serio a cambio de elevar el techo de la deuda, Obama hizo una
maniobra hábil que, sin embargo, puso otra vez en evidencia que no
entendía bien lo que exigía el momento. Aceptó un recorte de un billón
de dólares (en inglés) por los próximos 10 años y fijó un recorte
adicional de 1,2 billones por la próxima década, que se aplicaría de
forma automática si no había acuerdo alternativo. La trampa estaba en
que la mitad de ese segundo recorte afectaba a la Defensa, que es, o que
Obama creía que era, sacrosanta para los republicanos. Y, sin embargo,
se equivocó: los republicanos aceptaron ese recorte que afectaba a la
Defensa.
¿Por qué es esto importante? Porque fue un acuerdo que no resolvía el
problema de fondo (sólo desaceleraba el ritmo de aumento del gasto en
vez de reducirlo) y por tanto garantizaba que poco después de volviera a
plantear el riesgo de suspensión de pagos. Obama no había sabido
comprender que la radicalización de los republicanos era tan genuina que
estaban dispuestos a sacrificar la Defensa para atacar el descomunal
agujero financiero del Estado. No es un asunto menor: históricamente,
hay presidentes republicanos que incurrieron en un serio desequilibrio
fiscal por disparar el gasto en Defensa. El mejor ejemplo es Ronald
Reagan, que bajó los impuestos pero subió el gasto militar, provocando
con ello un déficit que, como proporción del tamaño de la economía,
promedió 4.2 por ciento.
Bill Clinton es un buen parámetro para juzgar el liderazgo de Obama
en política doméstica. Le tocó, como a Obama, perder el control del
Congreso a los dos años de asumir el mando. También quería una reforma
sanitaria (puso a cargo de ella a su propia esposa, Hillary). Pero supo
leer el momento histórico cuando, a los dos años, Newt Gingrich y su
ejército republicano tomaron el poder en el Congreso, ofreciendo al
electorado una reforma conservadora. El aumento del gasto con Reagan y
la subida de impuestos con Bush padre, así como la recesión heredada por
Clinton, habían provocado una reacción en la base conservadora contra
el exceso de Estado. Nada anormal en la historia de Estados Unidos, país
fundado sobre la idea del “gobierno limitado”. Clinton, mucho más hábil
que Gingrich, cuadró las cuentas y hasta se dio el lujo de hacer una
reforma del asistencialismo con un sesgo de centroderecha. Le robó,
pues, a su adversario las banderas, negociando estrechamente con él.
Pero al mismo tiempo, lo fue dejando sin piso y haciéndolo parecer un
radical sin causa justificatoria. Clinton entendió que todo esto exigía
sacrificar prioridades porque el momento histórico no estaba para ellas.
De allí que la reforma sanitaria fuera cancelada. Y eso que la
situación financiera del Estado no era lo grave que es hoy.
Da una idea de cómo Obama equivocó la prioridad cuando hizo aprobar
la reforma sanitaria al inicio del gobierno, en medio de una hecatombe
financiera y económica, el hecho de que la sacara adelante sin un solo
voto republicano. Históricamente, las grandes reformas demócratas
contaron con apoyo republicano. La Seguridad Social, por ejemplo, nació
en 1935 con una ley propuesta por Roosevelt, el legendario demócrata,
que logró el voto favorable de 80 republicanos en la Cámara de
Representantes.
También es cierto lo contrario: los republicanos contaron con apoyos
demócratas para sus reformas en el pasado. Por ejemplo, Ronald Reagan
obtuvo el voto de muchos representantes de la oposición cuando el
Congreso aprobó su presupuesto en 1981 y redujo los impuestos.
En muchos de estos casos, el liderazgo de los presidentes no
consistió sólo en saber leer el momento histórico, fijar las prioridades
de acuerdo con él y negociar: consistió, además, en saber apelar al
pueblo por encima de las cabezas de los congresistas, movilizando un
respaldo de base que hacía muy difícil que los congresistas se
resistieran. Incluso, Nixon logró esto durante buena parte de su
turbulento paso por el poder. Obama, en cambio, nunca pudo sustituir su
falta de capacidad negociadora con el Congreso con una movilización
eficaz de la opinión pública. Por ello en parte, la reforma sanitaria
nunca ha tenido un apoyo claramente mayoritario en el país.
Estados Unidos lleva media década sin aprobar un presupuesto fiscal
completo y todo indica que las cosas seguirán así, a pesar de que en
2012 el país reeligió al actual mandatario y a la mayoría republicana en
la Cámara de Representantes con el propósito de que se logren acuerdos.
El problema de fondo es que los acuerdos de 2011 todavía vigentes no
reducen el gasto, sólo su ritmo de aumento, porque no tocan lo que
constituye ya más de la mitad del presupuesto federal: los grandes y
deficitarios programas sociales como la Seguridad Social o el seguro
médico estatal (Medicare) para gente mayor. Atacar el asunto de fondo
será políticamente imposible por un buen tiempo; sólo serán viables
ciertos arreglos parciales y de corto plazo.
¿Cuál será el efecto político? Uno de ellos, sin duda, el
afianzamiento del sector radical del Partido Republicano. Ese sector
tiene en la mira, hoy, a los republicanos moderados que hicieron esta
semana posible el acuerdo para elevar el techo de la deuda. Obama cree
que esto abona en favor de una mayoría demócrata permanente (como Karl
Rove, el entonces todopoderoso asesor de Bush hijo, creía que la guerra
contra el terrorismo estaba sentando las bases de una mayoría
republicana permanente). Es muy probable que esto sea un error: si algo
conviene al Partido Demócrata es un Partido Republicano moderado,
previsible, con el que se pueda pactar en los grandes momentos.
Para que eso exista, es indispensable remover las causas del
crecimiento del sector radical. Y allí es donde el liderazgo del
Presidente Obama no parece todavía.
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