La extraña contradicción
Hay una contradicción muy curiosa en la actitud del pueblo
salvadoreño hacia la corrupción y la intervención del Estado en todos
los aspectos de la vida de los ciudadanos. Cada día, la población
acepta que la Asamblea regule más y más cosas, dándole al gobierno más y
más responsabilidades para permitir, hacer o prohibir un número
creciente de actividades.
Al mismo tiempo, la gente se queja de
la corrupción, sin darse cuenta de que mientras más poderes le den al
gobierno, más oportunidad de corrupción habrá. Al fin y al cabo, para
cobrar por hacer algo es necesario primero prohibir que se haga excepto
con autorización. Esto fuerza a la gente a pedir la autorización,
creando así la oportunidad de corrupción.
En la Unión Soviética,
y en todos los países comunistas, toda actividad económica privada
estaba prohibida y todos los bienes y servicios tenían que ser proveídos
por el Estado, que poseía todos los bienes de capital (es decir, todas
las cosas usadas para producir, como las máquinas de una fábrica, los
tractores, los camiones, los edificios). La idea era que al eliminar el
mercado se eliminaría no sólo la codicia, que era la fuente de todos
los problemas de la humanidad. Cada quien trabajaría de acuerdo a su
capacidad y tendría ingresos de acuerdo a sus necesidades.
La
codicia jamás desapareció. El mercado siguió funcionando, pero de una
manera muy distorsionada, porque el camino al poder económico ya no era
la eficiencia en la producción para venderle bienes y servicios a la
población, sino el poder político. Los que mandaban en el Partido
Comunista controlaban la economía, y el control de la economía les daba
más poder político, en un círculo vicioso de tiranía. Era un sistema
fundamentalmente corrupto, en el que los jerarcas transaban poder
político por poder económico teniendo, en su conjunto, el monopolio de
ambos.
Pero la codicia y la corrupción no estaba confinada a los
líderes del Partido. Se esparcía por toda la sociedad. Como las
máquinas de las fábricas no eran de nadie, nadie cuidaba de ellas. El
gobierno les daba las máquinas a las fábricas y el mantenimiento estaba a
cargo de las empresas. Éstas no tenían ningún incentivo a cuidarlas,
ya que si se arruinaban era mejor pedirlas nuevas al gobierno. Por
supuesto, el gobierno no alcanzaba a darlas, y las fábricas tenían que
operar con máquinas defectuosas. Pero como los sueldos de los obreros
no dependían de la cantidad o calidad de lo producido, a los obreros y a
los gerentes no les importaba si eso resultaba en menores cantidades y
calidades.
De los cientos de ejemplos que recuerdo durante los
muchos años que trabajé con Europa del Este, incluyendo la Unión
Soviética, hay uno que ilustra lo que sucedía con gran claridad. En una
granja colectiva en Ucrania vimos un conjunto de enormes almacenes de
trigo. Estaba nevando y la nieve se metía por muchas ventanas
quebradas. Le dijimos al gerente que eso era suicida. Nos dijo que sí,
que perdían el 25 por ciento de las cosechas por ventanas quebradas en
estos almacenes, pero que tenían más de cinco años de haber pedido que
el gobierno les cambiara las ventanas, y todavía no lo había hecho.
Sabían que podían sellar los huecos con otro material pero esa no era su
responsabilidad.
Los médicos y mecánicos daban citas varios
años en el futuro pero atendían inmediatamente si se les pagaba por
fuera. En los ochenta, más del 50 por ciento de la producción de bienes
no militares se iban al mercado negro, robados de las empresas estatales
por sus mismos gerentes y obreros. Por supuesto, con la producción tan
baja y con la mitad en el mercado negro, había muy poco que comprar en
el mercado oficial.
Es decir, por pasar todo al control del
gobierno, esos países lograron corromperse totalmente. Es un camino que
no deberíamos tomar, ni parcialmente. Es algo de sentido común.
Mientras más poder se le dé al gobierno, más corrupción habrá.
El autor es Máster en Economía, Northwestern University y columnista de El Diario de Hoy.
- 28 de diciembre, 2009
- 28 de marzo, 2016
- 29 de mayo, 2015
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