La fatiga del súper héroe
Ha sido la bandera de Estados Unidos a lo largo del siglo pasado y
hasta hoy: la idea de que el ADN de la nación incluye el destino
manifiesto de ser el gendarme del mundo, siempre dispuesto a intervenir
allá donde haya un conflicto que hace peligrar la democracia y los
derechos humanos.
En plena campaña electoral que le dio la
segunda victoria a Barack Obama, los republicanos hicieron suyo el
ideario de la “excepcionalidad” que hace de los estadounidenses garantes
de la estabilidad mundial, en contraposición con un presidente que
parecía haber abandonado el ímpetu de ir a apagar fuegos ajenos. A fin
de cuentas, en buena medida la primera victoria de Obama se debió a su
promesa de sacar sus tropas de los avisperos de Irak y Afganistán.
Por
eso, cuando recientemente el mandatario se dirigió a la nación para
insistirle a un Congreso dividido y a una sociedad reticente de que no
renuncia a la posibilidad de castigar al gobierno sirio por sus crímenes
contra la Humanidad, sorprendió que recurriera al discurso de sus
adversarios políticos. Obama hizo énfasis en el American exceptionalism,
ese “deber moral” del pueblo elegido para frenar los atropellos que se
cometen en otras partes del planeta. Palabras que invocaban el
sentimiento colectivo de que Estados Unidos posee una intrínseca
superioridad ética que lo obliga a patrullar la paz mundial como ocurrió
en la Primera y la Segunda Guerra Mundial, si bien es verdad que a
regañadientes.
Pero Obama se ha tropezado con un país muy distinto al de hace unos
diez años, cuando George W. Bush intervino en Irak convencido de que la
democracia se podía trasplantar como una planta exótica forzada a echar
raíces en tierras extrañas. Y ha tenido que ser su Némesis, el
presidente ruso Vladimir Putin, quien ha echado por tierra la narrativa
de una potencia que se ve como Luke Skywalker frente a los Imperios del
mal. En un artículo publicado en el New York Times
que ha levantado ampollas Putin, un ex KGB que arremete contra los
separatistas chechenos y promulga leyes anti-gays que reviven los
fantasmas de los pogromos, le vino a decir a su homólogo estadounidense
que basta del cuento de la superioridad moral porque en la realpolitik
no hay tal cosa. Y es precisamente Putin, con su sofocante aliento de
Darth Vader, quien se ha erigido como puente de su aliado, el gobernante
Bashar el Asad, para avanzar en un acuerdo que garantizaría el desarme
del arsenal químico sirio y el status quo del régimen sirio.
En
una columna publicada en un revista de política internacional, el
analista ruso Fyodor Lukayanov ha defendido la estrategia del Kremlin
argumentando que, a diferencia de los estadounidenses, “quienes no han
aprendido nada desde Vietnam”, los rusos, recelosos de su derrota en
Afganistán y el avance de un islamismo radical que no confunden con
visiones románticas de Primaveras Árabes, “han sido más sabios” y han
abandonado la pulsión internacionalista de la Guerra Fría.
Mientras
se suceden las reuniones para buscar una solución que evite un ataque
que cuenta con pocos adeptos a pesar de los resultados “abrumadores” del
informe de la ONU que demuestra el uso letal de armas químicas en las
afueras de Damasco el pasado 21 de agosto, Obama y toda la nación se
acomodan a su nuevo papel: Superman se muestra fatigado. La kryptonita
ha hecho mella en el súper héroe. O sea, un final que parece escrito por
Henry Kissinger, otro estratega convencido de que Estados Unidos no es
esencialmente diferente a otros países, aunque sea más grande y
poderoso. La diferencia es cuantitativa, no cualitativa.
© Firmas Press
- 23 de julio, 2015
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