Aproximación al pensamiento filosófico de Milton Friedman
La filosofía es una cosa… inevitable. José
Ortega y Gasset
En
general, las ideas de Milton Friedman se presentan como si tuviesen importancia
sólo para la economía. Con certeza, su autoridad en dicho campo es
incuestionable; la entrega del Nobel bastaría para sustentar ese juicio, pues,
regularmente, salvo casos vergonzosos –pienso en Joyce, Borges u Onetti, porque
que su talento lo exigía de modo categórico–, los académicos aciertan cuando
eligen al ganador. Con todo, es posible considerar también las reflexiones del
monetarista desde el punto de vista filosófico. Como es conocido, no hay
razonamiento que pueda librarse de la disciplina encumbrada por Sócrates y,
debido a sus extravagancias lingüísticas, complicada cuando irrumpió Hegel. Hace
varios años, con inobjetable claridad, Ayn Rand planteó esto así: «Ni un hombre
ni una nación pueden existir sin alguna forma de filosofía». Ello tiene gran
validez para los seres que, como nuestro intelectual, trabajaron con su mente a
fin de responder cuantiosos interrogantes. Asimismo, merced a esta clase de
aproximaciones, demostramos que el liberalismo tiene otros atractivos, lo cual
es positivo.
Tomando
en cuenta lo anterior, el pensamiento de Friedman puede ser examinado gracias a
valoraciones epistemológicas, éticas y políticas. Cabe resaltar que, a
diferencia de Adam Smith, él no escribió ningún tratado estrictamente
filosófico. Tampoco sus ideas fueron aún sometidas a un escrutinio que las
estudie con rigurosidad. Pese a esto, yo dejo constancia de que, entre otros
autores, aprecio lo expuesto por Oscar Olmedo Llanos en su genial Ontología liberal, volumen que sugiero
leer con dedicación. Para fortuna de quienes vindicamos esta doctrina, ese meditador
sí ha procurado trabajar sobre los fundamentos filosóficos que la sostienen. Al
margen de aquello, para lograr este acercamiento, revisé tres libros que firmó don
Milton, a saber: Ensayos sobre economía
positiva, Capitalismo y libertad,
y, como es obvio prever, Libertad de
elegir. Estoy persuadido de que las aseveraciones allí contenidas dejaron
cumplir mi cometido.
En busca del rigor
científico
En
el área de la epistemología, Milton Friedman se decanta principalmente por
seguir al filósofo Karl Raimund Popper, a quien conoció cuando fue creada esa
maravillosa Sociedad Mont Pelerin, cuya valía para el liberalismo no admite impugnaciones.
Como todo científico, nuestro intelectual muestra una faceta que pretende
revestirse de la mayor objetividad posible. En su criterio, las investigaciones
económicas no debían ser afectadas por apreciaciones éticas o políticas. La
influencia de dichos juicios resultaba perniciosa si se buscaba siquiera un
mínimo de rigor científico. Recordemos que los asertos políticos suelen ser
previos a cualquier verificación; en consecuencia, las conjeturas más
rudimentarias nos inundan cuando atendemos esa palabrería del poder. El
alejamiento de tales dictámenes permitiría elaborar teorías que estén basadas
en la estrictez, alcance y conformidad de sus predicciones. Por esta razón, para
no incurrir en sofisterías, debemos circunscribirnos a lo que el autor del
libro Conjeturas y refutaciones, su precitado
compañero de la libertad, presentó como método crítico o deductivo de
contrastación.
Atendiendo
a lo propuesto por Popper, Friedman defiende que, para poderse reputar como
científica, una teoría debe ser falsable.
Aclaro que una teoría es falsada cuando
se descubre un hecho que la desmiente. Esto significa que una hipótesis tiene
que indicar bajo qué condiciones la debemos calificar de falsa. Sucede que, tal
como lo precisa José Ferrater Mora cuando comenta esa idea, «ningún hecho basta
para validar o verificar ninguna teoría, ya que siempre se puede esperar encontrar
uno que la invalide». No demostramos, entonces, que una teoría es verdadera,
puesto que los acontecimientos futuros, tan factibles cuanto imprevistos,
pueden hacerla fracasar. De acuerdo con esta posición, el valor de los
contraejemplos o casos desfavorables gana importancia. Los hechos no son entendidos
como algo ligado exclusivamente a la confirmación de una tesis; nos interesan
porque harían posible refutarla. Esta postura se funda en la modestia de sus practicantes,
pues dejan abierta la posibilidad de revisar la validez de proposiciones que,
siguiendo la lógica inductiva tradicional, serían difundidas como verdaderas
con una sola verificación empírica. Aunque no lo revele mi explicación, acentúo
que Friedman y el gestor del falsacionismo son claros cuando salvaguardan esos
principios que respaldan su forma de laborar en el terreno científico.
Respecto
al trabajo científico de Friedman, es bueno añadir que, aunque él sostenía la
necesidad de basarnos siempre en la realidad, sus teorías cuentan con algunos
supuestos irreales. Una de sus premisas más apreciadas, la cual lo acompañará
hasta el final, es aquélla que se conoce como competencia perfecta. Ocurre que, de conformidad con lo enseñado
por nuestro pensador en Capitalismo y
libertad, esa verdad es ideal.
Ello quiere decir que jamás estaremos frente a un fenómeno de tal envergadura;
sin embargo, esto no equivale a una proposición capaz de hacer inviable nuestra
investigación. Lo fundamental es que ese género de premisas no sea determinante
para la teoría, pues, si esto aconteciera, su contrastación sería irrealizable.
Con seguridad, la ponderación de esas nociones revela un recio convencimiento
del catedrático que hizo mucho por destruir mitos encadenados al estatismo.
El arte de vivir
También,
como ya lo señalé, al margen del razonamiento en torno a su método científico,
es hacedero estudiar la obra friedmaniana dentro del marco de la moralidad.
Porque nuestro autor se pronunció acerca de cuestiones que, desde esa
perspectiva, eran importantes. No fue un mortal que se resistió a emitir
juicios sobre el comportamiento humano, sea para elogiar o censurar. Debe
enfatizarse que, como todo espíritu libre, era natural su inclinación a no
permanecer indiferente frente a los debates dispensados por la época y lugares
donde vivió. Sin duda, si la ética, respetando una definición kantiana, es la «ciencia
de las leyes de la libertad», un liberal contravendría su propia esencia el
momento en que decidiera abstenerse de discutir sobre lo bueno o malo para la
convivencia humana. El sigilo hubiera evitado la multiplicación de sus
enemigos; empero, como se sabe, buscar verdades es una faena que los
intelectuales no pueden mantener en silencio. Además, polemista empedernido, no
hubo tema de notabilidad social que mereciera su evasión. Queda claro que no
había sitio para el dogmatismo en su fuero interno.
Ahora
bien, entre las posturas que merecen nuestra recordación, conforme a lo manifestado
por numerosos individuos, es menester subrayar su oposición al servicio militar
obligatorio. El rechazo del profesor de la Universidad de Chicago es contundente:
el reclutamiento era una práctica que afectaba el ejercicio de la libertad
individual. Alegando temas de seguridad, los cuales no sirven para ocultar el
designio de someter al individuo, el Estado imponía una carga que, aun cuando
se satisficiera de manera óptima, no favorecía a quien la soportaba. Recordemos
que, amparándonos en lo expresado por Smith, los intercambios realizados por
las personas tienen la particularidad de implicar la obtención de beneficios
recíprocos. No había, por ende, justificación alguna de un servicio gratuito
ni, menos aún, que tuviese carácter forzoso. Frente a eso, la sugerencia era
contar con fuerzas armadas que fuesen voluntarias y a sueldo.
Respecto
a temas de diversa laya que se discuten todavía en el mundo contemporáneo, conviene
recordar que Friedman apoyaba la legalización de las drogas, el reconocimiento
de derechos que favorecieran a las personas homosexuales, la inmigración
abierta, así como una indiscutible y absoluta libertad de expresión. Por lo
demás, realzo que una de sus firmes opiniones era que los problemas éticos
realmente significativos se daban en las sociedades libres. No hallaríamos,
pues, otra especie de asociación que permitiese discutir al respecto y, por
tanto, establecer normas de coexistencia que posibiliten su bienestar. Por
cierto, Friedman confiere bastante importancia a la familia, destacándola
incluso como la «unidad última funcional en la sociedad». Ello tiene relevancia
para nuestra disquisición porque la valoración negativa de un acto sería
posible si se afectara esa institución.
Límites y tareas del
Estado
Allende
sus postulados científicos y los criterios relacionados con la ética, el papel
del Estado fue un asunto que interesó a nuestro intelectual. Advierto que nunca
puso al individuo por debajo de las abstracciones políticas; su aversión a los
sometimientos era genuina. No obstante, creía necesario contar con una
autoridad que, según normas específicas, se ocupara de realizar determinadas
tareas. Continuando con este raciocinio, para garantizar una convivencia en la
que el desarrollo de las personas fuese dable, debía limitarse el poder
público. Antes de mencionar las principales funciones gubernamentales, juzgo
necesario apuntar que, conforme a su parecer, la vigencia del sistema de libre
mercado era primordial para el establecimiento del orden político.
En
pocas palabras, la libertad económica se volvía indispensable para precautelar
las otras dimensiones de ese bien.
Según
la óptica friedmaniana, hay que repetir hasta la extenuación que nadie debe
decidir por el individuo. En su doctrina, la posibilidad de ser libres se hace
efectiva gracias al mercado, por lo que la dirección centralizada de las
actividades económicas no hace sino perjudicarnos. Además, mediante la
cooperación libre y voluntaria, las personas reducen el número de problemas que
deben ser resueltos políticamente. La
concentración del poder político y económico origina el peligro de procrear tiranías,
tornando inviable un orden propicio para quienes desaprueban las sujeciones. Sintetizándolo,
el mercado garantiza que los hombres puedan tomar sus propias decisiones,
ejerciendo el derecho a buscar la felicidad que tanto apreciaba Friedman. En
esta lógica, al ampliar las potestades de índole política, se corría el riesgo
de afectar esa base sin la que una persona podría proclamarse libre. Por este
motivo, nuestro razonador planteaba que la libertad económica era un requisito
imprescindible para la libertad política.
Friedman
no fue un abolicionista del Estado. Tampoco siguió la línea marcada por Robert
Nozick, ese formidable pensador que, bajo el impulso del anarquismo, lo
concibió como una agencia de seguridad universal, quitándole otra función. Nuestro
autor reconoce el acierto de Smith cuando este filósofo afirma que las
obligaciones capitales del Estado son proteger la sociedad, otorgar una exacta
administración de justicia y realizar ciertas obras e instituciones. A ello,
evidenciando una sensibilidad que lo humaniza, Milton Friedman identifica el
deber de proteger a los miembros de la comunidad que no se pueden considerar
como individuos responsables. Es que,
tal como lo propugnó junto con su esposa Rose, la libertad «sólo es un objetivo
defendible para los individuos responsables», de cuya categoría estaban
excluidos los niños y dementes. Si bien es cierto que, alegando el cumplimiento
de esos ministerios, los gobernantes podían cometer abusos, resulta imposible
desconocer su trascendencia para las sociedades humanas. Ello no exime del
deber de vigilar a los que asumen responsabilidades públicas. El crecimiento de
la burocracia tiene que repelerse hasta cuando fuese imprescindible, acaso
vital. Una creencia distinta no trae consigo más que problemas, facilitando la
sumisión en pro de los regímenes.
Por
último, es menester indicar que, observando a nuestro autor, la estructura
legal y monetaria del Estado debe ser compatible con los valores de quienes lo
componen. Son ellos los que fijarán la jerarquía axiológica. Naturalmente, la
libertad de elegir y la igualdad de oportunidades tienen un peso irrebatible al
reflexionar en torno a esa escala. En cualquier caso, quienes ejerzan las
funciones de tipo estatal deben tener presente que su objetivo es preservar y
reforzar una sociedad libre. Por lo tanto, ningún gobernante podría valerse de
tales misiones para expandir su poder, puesto que ello perturba el máximo valor
de los hombres, su libertad. En definitiva, la desviación del Estado de
aquellos fines debe ser catalogada como inmoral, lo que ocurriría, por ejemplo,
cuando los gobernantes se apropian del dinero ajeno para satisfacer sus propios
fines. Huelga decir que esta corrupción es uno de los vicios predilectos del
populismo en muchas partes del planeta.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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