Lo que Egipto necesita (y Venezuela, y Argentina…)
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Conforme
la situación política y económica en Egipto se enrarece tras
el golpe de Estado contra Mohamed Mursi y su facción de Los Hermanos Musulmanes,
el ejemplo del actual éxito de Chile se pone bajo los reflectores. Para bien y
para mal.
Después
de la revolución popular que derrocó al régimen tiránico de Hosni Mubarak,
Mursi fue electo como el primer presidente civil de la historia moderna de Egipto,
por la mitad del electorado, el cual reclamaba en las calles por pan y
libertad. Mursi se dedicó a defraudar las esperanzas de los electores en
tan sólo un año: Amplío sus facultades políticas y centralizó el poder,
declarando sus decisiones como “inapelables y definitivas”; descabezó
instituciones y nombró en todos los espacios de poder a islamistas militantes,
perdiendo de vista que la mitad de los egipcios no lo habían votado; creó una
Constitución (apoyada minoritariamente) para que Egipto se sometiera no a las
leyes, sino a la ley del Islam; decidió limitar libertades básicas, como las de
expresión y de reunión; su inoperante política económica no concretó ni una sola de las
promesas de prosperidad y trabajos, mientras caían las inversiones y el turismo, el valor de la moneda y las
reservas internacionales, se elevaban el endeudamiento público y el
desempleo a niveles sin precedentes, y no se concretaban los necesarios préstamos para mantener a
flote una economía sobrecargada de subsidios con una pertinaz escasez de energéticos y alimentos.
La
crisis política en Egipto preocupa, porque parece encaminarse a un dominio
incontrovertible y férreo de los militares, que arrasan las libertades y derechos que decían defender,
prefigurando una situación como la de Argelia en 1992 (lo que con Mursi
también se veía venir), cuando tras un golpe militar para impedir que gobernara
un frente islámico presuntamente fundamentalista, se desató una guerra civil
con más de 250.000 muertos y una creciente islamización de la sociedad. Frente
a este escenario potencial, hace unos días el diario The Wall Street Journal hablaba de la necesidad de
que Egipto se encaminara hacia una reforma económica como la chilena,
encabezada por el gobierno del general Pinochet tras el golpe de estado de
1975, como opción viable para que el país saliera a flote y lograra salvar su
experimento democrático. La idea no fue privativa del WSJ, otros medios han venido diciendo lo mismo con otras palabras
o se guardaron de personalizar, pero la idea se plantea como
posible salida a la angustiante situación egipcia.
Por
supuesto que el WSJ en ningún momento justificó la sangrienta dictadura de
Pinochet en aras de sus más que notables resultados económicos, tal como
parecieron sostener algunos medios, como The Guardian, con más deseos de revancha histórica y de
azuzar los fantasmas ideológicos del pasado, que de prevenir en el presente
las tragedias futuras. El planteamiento del WSJ fue sólo que lo que funcionó
mal con Mursi puede terminarse ahora, arreglarse, corregirse y llevarse en
adelante con una buena dirección, tal como lo enseña la experiencia chilena.
Por cierto, hubiera sido saludable que The Guardian y sus corifeos contrastaran
la situación de Chile con, digamos, Cuba, donde la dictadura de los Castro ha
significado al menos similares sacrificios humanos que con Pinochet, por más
tiempo y sin ningún bien económico siquiera comparable lejanamente.
Afortunadamente otros lo hicieron, como The Washington Times, de la mano de Richard W. Rahn,
cotejando el desempeño económico histórico de Chile y el de un prominente
miembro del ALBA, Ecuador (ambos países con similar población y recursos
naturales), con resultados muy decepcionantes para éste último país y su actual
gobierno, evidenciando aún más la singularidad aleccionadora de la revolución
liberal chilena.
Chile
muestra, palmariamente, que no basta concentrarse en las reformas políticas,
sino que el creciente protagonismo deben tenerlo las reformas económicas. Sólo
éstas sientan el piso necesario para que la política funcione y se vayan
satisfaciendo las expectativas populares, a fin de que la democracia se
preserve en el largo plazo. En 1980, Chile ocupaba el puesto número 60 en
términos de libertad económica. Hoy se ubica como la décima economía más libre
del mundo entero, gracias
a un complejo conjunto de esfuerzos, que incluyó una notoria apertura
comercial, un rol subsidiario del Estado, convirtiendo al sector privado en el
motor del desarrollo, un estricta focalización del gasto social, un mayor
control y transparencia del gobierno, el fortalecimiento de los derechos de
propiedad, e importantes reformas específicas (pensiones, educación, mercado de
capitales, etc.). El Chile de hoy (libre, democrático, en ruta de convertirse
en el primer país latinoamericano desarrollado, con niveles de pobreza de sólo
el 11% y el Índice de Desarrollo Humano más alto de toda la región)
es el hijo de la Revolución
Liberal que se inició en 1975 y continúa ininterrumpidamente hasta nuestros
días. Lo que no significa perdonar los abusos (ni en Chile ni en Egipto) pero tampoco justificar el
retraso en aras de condiciones políticas singulares.
Tras
su convulso pasado, Chile es hoy la democracia más sólida y próspera de América
Latina. Tremendo logro que vale la pena apreciar, a fin de mostrar que hay
salidas a las situaciones políticas más desesperadas. Como hoy podría pasar en
Egipto, con la suficiente generosidad y valentía política y el necesario
acompañamiento internacional. Ojala que gobiernos de países como Venezuela o Argentina, entre
otros, dejen a un lado la ceguera ideológica con que dividen a sus
sociedades, y sepan apreciar el significado del éxito chileno, corregir el
rumbo y anticiparse a las desgracias provocadas por sistemas políticos
avasalladores y autistas, incapaces de cambiar.
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