El otoño árabe
El golpe de Estado
ocurrido en Egipto la noche del miércoles es el más serio revés sufrido
por la Primavera Arabe. Un revés cuyas reverberaciones se extenderán a
toda la región, donde lo sucedido fortalecerá a quienes advirtieron que
la desestabilización de las dictaduras militares traería teocracias y
fundamentalismos en lugar de democracia, y donde los autoritarios
secularistas y cleptócratas que estaban sintiendo mucho frío desde hacía
más de dos años empezarán a sentir rayos de sol otra vez.
Por lo pronto, Bashar Assad, que ha justificado la perpetuación
sanguinaria de su dictadura en Siria con el argumento de que había que
elegir entre él y el fanatismo sunita de los jihadistas cercanos a Al
Qaeda, sentirá un gran alivio. La posición de los países occidentales
que pugnaban, más retórica que materialmente, por su caída se verán
descolocados; los árabes sunitas, especialmente Qatar y Arabia Saudita,
que han financiado a los rebeldes sirios enfrentarán ahora mayores
obstáculos en la comunidad del Medio Oriente en la que estaban
ejerciendo en esto un cierto liderazgo.
Para Occidente lo sucedido es especialmente grave, pues luego de
haber sostenido, o al menos tolerado, a las dictaduras militares árabes
para evitar el fundamentalismo, habían aceptado, primero, y luego
estimulado, la revolución política que, se suponía, debía traer la
democratización. El fracaso del experimento egipcio y el regreso de la
dictadura militar implican para Washington y los europeos tener que
volver a una situación moral y políticamente ambivalente: por un lado,
seguir pidiendo democracia mientras se acepta la necesidad del retorno a
la dictadura militar ante unos hechos que apuntaban a la concentración
de poder por parte de los Hermanos Musulmanes bajo el Presidente Morsi.
O, para ser más exactos, bajo el guía espiritual de esa Hermandad,
Mohamed Badie, y su número dos y gran estratega, Khairat al-Shater, que
movían hilos en la trastienda.
Ha sido derrotado el Egipto liberal y con él, el mundo árabe liberal.
Es, en cierta forma, también la derrota de Occidente -en términos
culturales y políticos más que geográficos- en el Medio Oriente: había
apostado a un futuro en el que esos países escaparan a la polarización
entre dictaduras militares y dictaduras fundamentalistas, y optaran por
la democracia y el Estado de derecho.
¿Qué ha provocado este fracaso? Varias cosas. Por lo pronto, como se
apunta con acierto en todos lados, la imprudencia de Morsi y los
Hermanos Musulmanes, que no supieron entender que una vasta porción del
país había votado contra ellos en los comicios del año pasado. El
decreto mediante el cual Morsi se arrogó poderes omnímodos en noviembre y
el referéndum constitucional de diciembre en el que quedaba legitimada
una Carta Magna que desprotegía los derechos civiles fueron algunos de
los elementos representativos de lo que los egipcios llaman la
“jiwanización” del régimen, es decir, la captura de todas las
instituciones por parte del aparato de los Hermanos Musulmanes.
Peor aún: en esta destrucción paulatina de la institucionalidad
acompañó a Morsi el salafismo del partido Nour, que había obtenido un 25
por ciento en las urnas pero ponía los pelos de punta a la clase media y
la sociedad liberal. Esa alianza, que ahora se ha roto (Nour se ha
disociado de Morsi tras su derrocamiento, al parecer), llevó, en
respuesta, a la creación de una gran sombrilla antigubernamental llamada
Frente de Salvación Nacional, en el que estaban los viejos partidos,
como Wafd y Karama, y nuevas agrupaciones, como los socialdemócratas y
el Partido de los Egipcios Libres. Figuras secularistas y democráticas
que no habían tenido peso electoral ni político aunque sí un cierto
simbolismo, como el ex diplomático El Baradei, formaban asimismo parte
de esta amalgama. Lograron reunir tantas firmas como votos había
obtenido el año pasado Morsi y, envalentonados con semejante hazaña,
salieron a las calles.
El Ejército, que controlaba el hoy hombre fuerte del país, Abdel
Fattah El-Sisi, como ministro de Defensa, entendió que se estaba
produciendo un cambio temperamental en la sociedad egipcia: una sociedad
que antes había visto en los cuarteles al mayor enemigo y ahora lo veía
en el islamismo de los Hermanos. Y una vez más, como en 1952, cuando
los hombres de uniforme acabaron con la monarquía encabezada por Farouk,
decidieron que había llegado su hora. Aquella aventura, se suponía que
transitoria, duró medio siglo. No hay forma de saber cuánto durará esta,
pero las frases del nuevo e inevitable dictador diciendo que lo
ocurrido desembocará en elecciones libres carecen de toda credibilidad y
lógica. Unas nuevas elecciones, si combinamos los votos de los Hermanos
y los de Nour, volverán a producir un bloque mayoritario de teócratas y
fundamentalistas, de modo que esas elecciones, si se llegan a dar,
serán cualquier cosa menos libres: tendrán que ser más bien tuteladas
por los cuarteles.
¿Qué era peor: la islamización institucional bajo Morsi o el regreso
al Egipto de los generales? Ambas eran y son la peor expresión de
Egipto. La mejor, o sea la minoría importante que representa la sociedad
liberal que alguna vez pobló la plaza Tahrir y ahora ha debido
resignarse a aplaudir el golpe de Estado porque le teme más a la
Hermandad, vivirá bajo los apretados confines de un país muy poco libre y
muy poco moderno.
Otro elemento en todo esto ha sido la pavorosa situación económica:
la economía creció poco más de 1,5 por ciento el año pasado, en contra
de la promesa de hacerla crecer 7 por ciento; el déficit es
incontrolable y la deuda ya representa 85 por ciento del PBI, mientras
que la moneda pierde valor a un ritmo anualizado de 30 por ciento. La
escasez de combustible, que ha paralizado buena parte del país, jugó un
papel de catalizador en unas protestas que, sin embargo, no han estado
concentradas en el sector más pobre. Una mitad de los egipcios vive con
menos de dos dólares al día y entre ellos el fundamentalismo tiene un
fuerte ascendiente gracias al trabajo de muchos años de los Hermanos
Musulmanes, que han establecido a través de su poderosa red de
asistencialismo una suerte de Estado del Bienestar privado que los ha
hecho dependientes de su ayuda. En cambio, los sectores de clase media
baja y clase media a secas, donde hubo siempre apoyo al militarismo y a
Mubarak, pero también a las ideas liberales y modernizadoras, se negaron
desde un inicio a confiar en Morsi. Son ellos los que llenaron calles y
plazas en un principio para pedir la salida del régimen. Con los días
se les fueron sumando otros sectores, hasta abarcar un segmento tan
grande de la población que la Casa Banca empezó a tomar distancia del
mandatario en los últimos días.
Por ahora Estados Unidos se declara neutral o al menos evita tomar
partido, pero lo cierto es que no se va a enfrentar a la dictadura
militar y menos si, como todavía parece ser el caso, hay sectores de la
Hermandad dispuestos a resistir por las armas el golpe de Estado.
El saldo de la Primavera pasa ahora a ser mucho menos positivo de lo
que parecía. Egipto ha sucumbido y Libia es un escenario donde ciertas
provincias están bajo control de grupos armados que se resisten a
aceptar la democratización. El sátrapa de Siria, mientras tanto, observa
con deleite lo que sucede porque entiende que la sombra de Morsi planea
ahora sobre los rebeldes que tratan de derrocarlo a él: su argumento
contra ellos ha puesto el énfasis en que se trata de grupos yihadistas
que quieren implantar una teocracia bárbara y terrorista. Absurdamente,
argumentaba esto mientras se apoyaba en Hezbolá y en Irán: una clásica
lucha sectaria en la que él dependía de fuerzas tan o más
fundamentalistas y bárbaras que aquellas a las que denunciaba. De hecho,
los Hermanos Musulmanes también forman parte de la resistencia siria,
de modo que los vasos comunicantes entre lo sucedido en Egipto y lo que
pasa en Siria son evidentes. Lo que le espera a Siria, dirá Assad, si
triunfan los rebeldes, es una dictadura de los fundamentalistas sunitas.
El elemento sectario también ha jugado un rol en Egipto, por cierto.
La persecución contra la pequeñísima minoría chiita y la muy numerosa
comunidad copta ha estado a la orden del día bajo Morsi. Igual que,
desde 1952, los Hermanos Musulmanes habían sido perseguidos, con
pequeños respiros, por una sucesión de dictadores militares.
Está por verse si los Hermanos Musulmanes se atreverán a plantear
batalla en el terreno de las armas o preferirán hacerlo en el político.
Cuando, en el pasado, intentaron lo primero, fueron indefectiblemente
derrotados. Ocurrió, por ejemplo, en los años 90. Lo mismo había
sucedido en Argelia, donde en 1992 los militares impidieron el triunfo
inminente del fundamentalista Frente Islámico de Salvación en las urnas,
dando inicio a una guerra civil que costó 200 mil muertos y que los
fundamentalistas perdieron sin atenuantes. En Egipto, las señales son
por ahora equívocas. Morsi llama a resistir pero todavía pide que la
resistencia sea pacífica, mientras ciertos grupos violentos llaman
abiertamente a la violencia.
Si se desata una guerra, las consecuencias para la región serán muy
graves porque Egipto es el país árabe más poblado y con más peso
político. Un escenario así, además, acabará de cerrar todos los espacios
a los demócratas y liberales que creyeron haber triunfado cuando, hace
dos años y medio, Mubarak fue derrocado y vieron su victoria
secuestrada, primero por los Hermanos Musulmanes y ahora, con su
dramático apoyo, por los mismos militares a los que habían arrojado del
poder.
Para Irán y Hezbolá, lo ocurrido en Egipto es también una victoria
indirecta. Su gran enemigo en la región es el fundamentalismo sunita
porque su visión es sectaria: no sólo ideológica, sino sectaria. Saben
que quienes financian a sus adversarios son las monarquías sunitas del
golfo y que un Morsi tolerado y respaldado por Occidente representaba
una inyección de legitimidad para sectores sunitas fundamentalistas cuyo
epicentro estaba en el wahabbismo saudita y a los que las democracias
liberales habían odiado durante mucho tiempo antes de ser sorprendidos
por la Primavera. El derrumbe y la desmitificación del fundamentalismo
sunita como fuerza viable y democrática, y como aliado reciente de
Occidente, resta fuerza a sus enemigos en el enfrentamiento puramente
sectario que es el suyo.
Pero, curiosamente, esta es también una victoria de Israel. Nunca vio
con simpatía la Primavera Arabe: la consideró desde el inicio el
caballo de Troya del jihadismo. Vio con alarma que Estados Unidos y
Europa se adaptasen a esos nuevos regímenes tras ayudar a derrocar a los
anteriores. El regreso a la estabilidad de los militares autocráticos y
represores de la Hermandad es un regalo de los dioses para Tel Aviv.
“Yo te lo dije”, debe estar diciendo con una sonrisa de oreja a oreja
Bibi Netanyahu: en el mundo árabe, para él, la democracia no es posible
ni deseable. Ya lo había demostrado la victoria en las urnas de Hamas en
Gaza.
La primavera ha pasado. El verano ni se ha sentido: estamos ya en el otoño árabe.
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