¿La hora de las trincheras?
El País, Madrid
La súbita destitución de Arturo Fontaine como director del Centro de
Estudios Públicos (CEP) ha causado un pequeño terremoto en Chile, a
juzgar por la veintena de artículos sobre el tema que han llegado a mis
manos. A muchos nos ha apenado esa mala noticia, más que por Arturo, por
el CEP y por Chile.
Arturo Fontaine es un hombre de varios talentos, poeta, novelista,
filósofo, profesor, versado también en economía y en derecho, y uno de
esos cuatro gatos liberales que desde hace muchos años nos reunimos
periódicamente en España y América Latina para promover la cultura de la
libertad, digamos que con logros más bien reducidos. Hasta ahora, el
más exitoso de esos cuatro gatos parecía ser él, precisamente gracias al
CEP, que dirige desde hace treinta y un años. Sin exagerar un ápice,
este think tank es una de las instituciones que más ha
contribuido a la formidable transformación política, social y económica
de Chile del país subdesarrollado que era en la democracia moderna y
próspera que es ahora y que araña ya las características de una nación
del primer mundo.
El Centro de Estudios Públicos lo fundaron un puñado de empresarios
empeñados en modernizar el pensamiento político de su país y de fomentar
estudios e investigaciones rigurosas de la problemática chilena en
todos los ámbitos desde una perspectiva independiente. Arturo Fontaine
hizo del CEP algo todavía más ambicioso: una institución de alta cultura
en la que la doctrina liberal inspiraba los análisis, propuestas y
sondeos de los especialistas más calificados al mismo tiempo que se
promovían debates y encuentros entre intelectuales y comentaristas de
todas las tendencias, sin complejos de superioridad (ni inferioridad).
Entre sus innumerables aciertos, figura el haber creado el sistema de
encuestas de opinión pública más objetivo y confiable de Chile, a juicio
de todos los sectores políticos.
En las actividades que patrocinó y en sus publicaciones el CEP ha
combatido aquella aberración que hace del liberalismo nada más que una
receta económica centrada en el mercado, y ha demostrado que la
filosofía de la libertad es una sola, en los ámbitos económico,
político, social, cultural e individual, y que la libertad, sin la
tolerancia y la convivencia, es letra muerta. Todos quienes han tenido
el privilegio de leer estos años la notable revista del CEP Estudios Públicos
han podido comprobar que estos principios informaban las colaboraciones
y que en esa publicación había siempre un diálogo vivo, controversias
sobre todos los temas de elevado nivel intelectual y un respeto
sistemático con los adversarios, un afán de deslindar la verdad aunque
ello implicara corregir las propias convicciones.
El CEP siempre se resistió a considerar, como muchos irresponsables,
que el progreso social es fundamentalmente una empresa económica, y dio
atención no menos importante que al mercado, a la libre competencia, a
la apertura de fronteras, a la disciplina fiscal y a las
privatizaciones, al derecho a la crítica, a los derechos humanos, a la
cultura, a las actividades literarias y artísticas. Los números
monográficos de la revista del CEP dedicadas a Karl Popper, a Friedrich
Hayek, a Isaiah Berlin y a muchos otros pensadores de la libertad son
ejemplares. Por todo ello el Centro de Estudios Públicos ha alcanzado en
estos años un enorme prestigio que desborda las fronteras de Chile. Por
su auditorio han pasado figuras eminentes (y no solo liberales, sino
social demócratas y socialistas) en todos los campos del saber.
Ahora bien, ¿por qué alguien que puede lucir unas credenciales tan
envidiables al frente de una institución que en buena parte es hechura
suya ha sido defenestrado de manera tan inopinada e injusta? Al parecer,
los patrocinadores del CEP habrían descubierto que Arturo Fontaine es
demasiado independiente para su gusto y que se toma libertades
ideológicas que no convienen a su idea particular de lo que debe ser el
centro derecha, es decir, una derecha sin centro que la estorbe. Lo
habrían advertido en el hecho de que Arturo aceptó formar parte del
Directorio del Museo de la Memoria que creó el Gobierno de Michelle
Bachelet, y, sobre todo, en sus opiniones sobre el tema de la política
universitaria, asunto que, como es sabido, ha dado origen a intensos
disturbios y manifestaciones de estudiantes contra el Gobierno de Piñera
y es objeto de una polémica que lleva ya bastante tiempo en Chile
(comenzó en los tiempos de la Concertación).
Antes de escribir este artículo he leído las dos conferencias y las
entrevistas que ha dado Arturo Fontaine sobre este asunto y creo poder
resumir con objetividad su pensamiento. Él piensa que la Universidad es
una institución que no sólo prepara profesionales sino forma ciudadanos y
personas y que por lo tanto requiere un régimen especial, y que no
debería ser materia de lucro, porque, cuando lo es —cita al respecto
abundantes estadísticas de Estados Unidos y de Brasil, dos países donde
las universidades privadas con ánimo de lucro son lícitas—, incumple su
función y suele preparar profesionales deficientes. No está contra las
universidades privadas, ni mucho menos, a condición de que no
distribuyan beneficios entre sus accionistas sino que los reinviertan
enteramente en la propia institución, como hacen Harvard o Princeton.
Pero la crítica que hace Fontaine a la situación universitaria
chilena es la siguiente: que, en un país donde las leyes prohíben
explícitamente que haya universidades privadas con ánimo de lucro,
muchas instituciones hayan encontrado la manera de burlar la ley
haciendo pingües negocios en este dominio. ¿Cómo? Muy sencillamente:
alquilando terrenos o vendiéndolos a la Universidad o construyendo los
campus universitarios a través de empresas que hacen las veces de
testaferros de los mismos propietarios. Las sumas que Fontaine señala
que se habrían ganado en los últimos años mediante esta burla de la
legalidad (la de la “universidad fabril” la llama) son astronómicas.
Se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con esta postura de Arturo
Fontaine —muchos liberales lo están y muchos otros no lo están—-, pero
nadie que cree que el respeto de la legalidad es un principio básico de
la civilización podría discrepar con él cuando exige que en Chile se
cumpla la prohibición legal de hacer negocios con la Universidad. O que,
en todo caso, se cambie la ley y se autoricen las universidades
privadas con fines de lucro. Pero, en ese caso, estas empresas deberán
funcionar como las otras, sin las prerrogativas de que gozan ahora todas
las universidades (exoneración de impuestos y subsidios estatales, por
ejemplo).
Lo que parece estar en juego en la defenestración de Arturo Fontaine
es más complejo que una simple discrepancia: el temor de una parte
mayoritaria de los patrocinadores del CEP de que, en las próximas
elecciones, gane de nuevo Michelle Bachelet y que la Concertación que
suba con ella al poder sea mucho más radical de lo que lo fue en su
anterior gobierno, como deja suponer cierto extremismo retórico de sus
últimos pronunciamientos. Desde luego que si Chile retrocede hacia
alguna forma de chavismo sería una catástrofe no solo para los chilenos
sino para toda América Latina. Pero nada puede perjudicar más a la
derecha, en esta circunstancia, que oponer a esta radicalización de la
izquierda un extremismo paralelo, atrincherándose en la intolerancia de
las verdades únicas y dogmáticas y purgando de sus filas a todos quienes
osan discrepar. Nada daría más razón a quienes sostienen, desde el
bando opuesto, que la derecha es egoísta, intolerante y autoritaria, que
su adhesión a los valores democráticos es superficial y de coyuntura,
que detrás de la propiedad privada, el mercado libre y la democracia
burguesa hay siempre un Pinochet. Chile parecía haber dejado atrás esa
visión pequeñita y mezquina que, por desgracia, todavía alienta en la
derecha iliberal de América Latina.
Héctor Soto, uno de los más lúcidos analistas chilenos, escribió en su columna de La Tercera
con motivo de este asunto que el gran mérito de Arturo Fontaine fue “su
aporte en términos de modernizar y civilizar a la derecha”. No la
modernizó ni civilizó lo bastante, por desgracia.
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