La virtud de ser autodidacta
Estudiábamos no por una
carrera, sino por el estudio mismo. Karl R. Popper
Hay pocos actos tan patéticos como jactarse de tener un
título profesional. Históricamente, los certificados otorgados por academias,
institutos o cualquier otro centro educativo no han garantizado superioridad en
ningún campo. A lo sumo, si se cumplió con el deber de asistir al aula –obligación
que no infunde mucha simpatía–, podría ser acreditada la paciencia del
estudiante. Sin embargo, como es sabido, sentarse frente al profesor no asegura
que se amplíen los conocimientos. La infertilidad es peor cuando el educador se
distingue por las idioteces. Con regularidad, la docencia es una fuente inagotable
de invitaciones al bostezo, pero también, debido a los dogmas que se dictan,
puede provocar legítimas irritaciones. Más de una vez, las personas brillantes
han adquirido esa condición a pesar de los maestros que, durante su vida entera,
les tocó aguantar. Es frecuente que los principales obstáculos al progreso
intelectual sean colocados por aquellos sujetos y corporaciones llamados a
favorecerlo.
Actualmente, para dominar un área del conocimiento, bastan
el esfuerzo y la disciplina. Éstos son valores que pueden caracterizar a cualquier
hombre. No existe conquista que sea imposible mientras un individuo la persiga
con rigurosidad. Es verdad que ayuda tener compañeros, pues numerosas personas
pueden perder pronto su entusiasmo, por lo cual necesitarían del prójimo para
retomar la lucha. Por otro lado, siendo este cometido una misión que aceptaron cuantiosos
mortales en épocas de distinto esplendor, no debemos menospreciar las
colaboraciones del semejante. Empero, al margen de lo beneficiosa que sea su
presencia, ninguna otra criatura podrá imponernos, con éxito, los hábitos requeridos
para superarnos en la esfera cultural. Bajo amenaza de castigo ajeno, es
posible realizar una tarea, mas no efectuarla con gusto, experimentando ese
deleite que aumenta nuestro apetito por los productos del ingenio.
Oponerse a la ilustración personal será siempre un síntoma
de barbarie. Mi defensa del autodidactismo no implica desprecio a la cultura. Sólo
un imbécil podría enorgullecerse de su ignorancia supina, resistiéndose a
cualquier medida que amenace con debilitarla. Lo que patrocino es una búsqueda
preponderantemente autónoma del saber. Sucede que, por nuestra propia cuenta,
sin guardar silencio ante boberías profesorales ni respetar horarios elaborados
para fastidiarnos, la evolución es factible. Por supuesto, a diferencia de
quienes no estudian sino para obtener un grado académico, el trabajo que
realicemos será interminable. Nadie puede proclamar que, merced a un par de
documentos, el universo le ha sido revelado. Es previsible que, hasta cuando la
muerte se presente y acabe con esta especie de aventura, los conocimientos
acumulados sean insatisfactorios. No obstante, nos reconfortará el consuelo de
que fuimos soberanos durante toda esa contienda con la obscuridad. Rodeados de
libros, aceptaremos la interrupción del quehacer que elegimos.
Son considerables los individuos que, aunque no pisaron el
campus, sobresalieron como escasos académicos podrían hacerlo. La obra de Sarmiento
demuestra, con creces, que una licenciatura le resultaba superflua. Uno de los
mayores estadistas del continente no fue formado en sus recintos, eludiendo
tormentos causados por ineptos. Borges, apenas bachiller en Ginebra, se rehusó
también a transitar por los senderos universitarios. Esto no impidió que, a fin
de incrementar su prestigio, diversas instituciones le confirieran doctorados
honoríficos. Hasta en la filosofía, terreno que ha pretendido ser apropiado por
el estamento de los catedráticos, encontramos ejemplares como aquéllos.
Nietzsche, por ejemplo, filólogo de profesión, se instruyó a sí mismo en los
problemas del pensamiento. Algo similar pasó con Jaspers, Bunge y Francovich.
En todos estos casos, esa solemnidad conocida como colación de grado no
significaba nada. Ellos sabían que la grandeza de un hombre nunca estará
determinada por haber usado una toga.
El auto es escritor, filósofo y
abogado.
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