Argentina: El fin del negocio político de la inflación
Está claro que la tasa de inflación de la Argentina, tanto medida
por el índice oficial como por los índices alternativos, es elevada.
Está claro, también, que no es un “efecto no deseado”, sino una parte
central del modelo político macroeconómico. Y digo modelo “político”,
porque el objetivo central ha sido maximizar el ingreso de corto plazo
de los votantes, a través de un fuerte incremento del gasto público, en
subsidios a ciertos precios o sectores, en aumentos de empleo y salarios
públicos, en mayor cobertura de la seguridad social o en obras
públicas. Maximizar el ingreso de corto plazo de los votantes mediante
el gasto público y no privado permite tener votantes “contentos”, pero a
la vez “agradecidos” a quien maneja el gasto, y líderes partidarios
“dependientes” y controlados por el manejo centralizado de dicho gasto.
El modelo político de la macroeconomía ha sido aprovechar las
extraordinarias condiciones internacionales y transformarlas en una
explosión de gasto público.
Ahora bien, como la Argentina no se puede endeudar en el exterior, al
menos en cantidades y tasas aceptables, este mayor gasto sólo puede
financiarse con más presión tributaria y con más impuesto inflacionario.
Es en ese sentido, que la tasa de inflación actual es parte y
consecuencia del esquema macro. Esta tasa de inflación es la que
“cierra” el financiamiento del gasto público.
Hasta no hace mucho, como parte del incremento del gasto se traducía
en mayor crecimiento económico, la inflación era un “negocio político”
aceptable. Una parte de la sociedad interpretaba el impuesto
inflacionario como un “mal menor”. Pero 2012 empezó a mostrar el “lado
oscuro de la inflación elevada”, el que hace que la mayoría de las
sociedades la rechace como mecanismo de financiamiento del gasto. La
economía dejó de crecer, los salarios reales formales le “empataron” a
la suba de precios, mientras los informales perdieron, y el empleo
privado no aumentó. Pese al esfuerzo por mantener el discurso de la
“inflación benigna”, una parte de la sociedad argentina comenzó a
reflejar, entre otros motivos, su descontento por la combinación de más
impuestos, más inflación y estancamiento.
Entiéndase bien, el estancamiento no es consecuencia exclusiva de la
inflación pero la inflación es parte del problema. La mala cosecha, la
devaluación brasileña, la mala praxis en el mercado de cambios, frenaron
la economía, y el Gobierno, al intentar compensar esta situación con
más gasto financiado con inflación, agravó el estancamiento.
Pero el Gobierno necesita recuperar popularidad para ganar –en el
sentido de hacer viable una eventual reforma constitucional– las
elecciones legislativas de este año.
Se enfrenta, entonces, a una trampa de la que no le resultará fácil
escapar: para recuperar popularidad, debería reducir la tasa de
inflación. Pero ello implica o bien reemplazar el impuesto inflacionario
por otros impuestos, o bien desacelerar el incremento del gasto público
en algunos rubros. Más impuestos es un ataque a los votantes
“independientes” o a la rentabilidad de las empresas, lo que se refleja
en menos salarios y empleos. Y desacelerar el gasto público es un ataque
directo a sus “votantes cautivos” si se hace sobre rubros sociales, o
alimentar la inflación, y el descontento de muchos, si se reducen
subsidios a los precios, en el conurbano bonaerense (transporte,
energía).
Por ahora, lo único que se le ha ocurrido es tratar de “combatir
expectativas”, mediante un congelamiento de algunos precios. Y ver si
ello permite desacelerar los aumentos salariales sin demasiados
conflictos. Me atrevo a pronosticar un conjunto creciente de “inventos”
cuya intensidad y magnitud dependerán cada vez más de las encuestas.
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