Argentina 2013, Perú 1986
Hay que remontarse al
gobierno peruano de Alan García en 1986 para encontrarle un vago
precedente a la humillación que acaba de sufrir la Argentina a manos del
Fondo Monetario Internacional. Ese año -lo recuerdo bien: combatía
desde el diario La Prensa aquel delirio, que era todavía muy popular- el
FMI declaró al Perú “inelegible” para el crédito multilateral. Se
trataba, a primera vista, de la represalia por la decisión peruana de no
pagar la cuota que adeudaba a ese organismo, pero en realidad era una
censura política y moral por la retahíla de desplantes contra los
acreedores extranjeros del país, incluyendo el patriótico anuncio de que
Lima no destinaría más del 10 por ciento de las exportaciones al pago
de la deuda externa.
Ahora, un cuarto de siglo más tarde, en la América Latina de lo “real
maravilloso”, según la célebre expresión de Alejo Carpentier, partida
entre una mitad que clama “¡primer mundo!” y otra que jura “¡eso
jamás!”, la Argentina acaba de ser objeto de una moción de censura por
parte del FMI. Esto no es otra cosa que el inicio de un procedimiento
(sin precedentes) para expulsar al país del organismo.
¿Qué ha pasado? Como en el Perú de 1986, hay un casus belli inmediato
y un contexto mediato. Lo segundo casi importa más que el asunto que
gatilló, propiamente hablando, la represalia. El detonante no ha sido en
este caso el impago de la cuota, sino el hecho de que Buenos Aires ha
eludido modificar en un plazo razonable su sistema estadístico para
medir variables como la inflación y el PBI, que a juicio de la entidad
gerenciada por Christine Lagarde no es creíble. Pero lo que
verdaderamente explica la decisión extrema, como le ocurrió al gobierno
peruano de hace un cuarto de siglo, es el bosque y no la rama: la
Argentina ha hecho escarnio sistemático de toda noción de respeto a sus
contratos internacionales.
En tanto que el FMI es un garante tácito de la credibilidad
internacional de los países que pertenecen a él, no tomar acción
implicaría una pasiva complicidad ante, por ejemplo, las continuas
expropiaciones de empresas extranjeras sin indemnización o la renuncia a
pagar un centavo a quienes se negaron a aceptar la reestructuración de
la deuda argentina en la última década. Esto, por cierto, el FMI no lo
dirá nunca tal cual, del mismo modo que la declaración de inelegibilidad
contra el Perú no guardaba explícita referencia a las expropiaciones y
los incumplimientos de García con otros acreedores.
La respuesta de Cristina Kirchner ha sido flamígera. Le ha recordado
al FMI que no supo prevenir la reciente crisis mundial, lo ha asociado
al “FBI”, acrónimo burlón de Fondos Buitres Internacionales, y le ha
sacado en cara que, tras dejar el cargo, Rodrigo Rato, el antecesor de
Lagarde, asumió el mando de Bankia, la entidad financiera española, y la
condujo hacia el abismo.
Este tipo de reacción funciona bien con un número cada vez menor de
argentinos, como pasó en el Perú de los 80 una vez que el embrujo
populista fue parcialmente conjurado en la conciencia popular. Pero lo
que sí logra es acelerar la dinámica de la huida hacia adelante, ese
estado psicológico en el que se hace imposible la contrición y todo
empuja hacia la inmolación. Sobre todo ahora que la economía argentina
está desquiciándose, la clase media se ha rebelado y parte de la base
social clama por la radicalización del modelo ideológico.
Se entiende mejor lo sucedido si se recuerda la relación entre la
Argentina y el FMI a lo largo del ya tres veces sucesivo gobierno de los
Kirchner. En 2006, Buenos Aires pagó lo que adeudaba, unos 10 mil
millones de dólares, a ese organismo y, tras acusarlo de haber sido gran
responsable del “default” de comienzos de la década en la Argentina,
decidió hacer de cuenta que ya no existía (sin embargo, siguió
perteneciendo a él). Pidió al Club de París, que reúne a los acreedores
oficiales, saltarse la norma según la cual, para tratar los asuntos de
deuda con ese grupo, el país en cuestión debe tener un visto bueno del
FMI.
En la práctica, el encono perpetuo entre Buenos Aires y los
gobiernos, organismos multilaterales y empresas del mundo hizo imposible
que el FMI se desentendiera de la Argentina por completo. En un momento
dado, las estadísticas del Indec, el ente público que las elabora, se
volvieron un serio problema: si los datos oficiales, por ejemplo en lo
ateniente a la inflación y el PBI, resultaban falsos, las consecuencias
desbordarían con amplitud el marco de la república sudamericana. Porque,
si un país que pertenece al FMI engaña a la comunidad internacional con
sus estadísticas, dicho organismo pasa a convertirse en el tácito aval
de una operación que perjudica a inversionistas, acreedores e
interlocutores comerciales. Para no ir muy lejos, en este mismo momento
hay unos 38 mil millones de dólares en bonos argentinos indexados a la
inflación. Si la cifra real de inflación de precios no es 10 y pico por
ciento, como dice el gobierno, sino por lo menos 25 por ciento, como
sabe todo el que pone los pies en el país, los tenedores de esa deuda
están siendo estafados a través de una indexación inferior a la debida.
Otros enfrentamientos con el cuco imperialista corroboran la pérdida
de credibilidad argentina que ha desembocado en la tarjeta roja del FMI.
Como se sabe, Argentina, que en 2002 había suspendido pagos sobre una
deuda de 95 mil millones de dólares, decretó, en 2005 y en 2010, una
quita de más o menos dos tercios de lo que adeudaba. Se acogieron a la
reestructuración alrededor del 90 por ciento de los acreedores, pero un
10 por ciento se negó. Los acreedores indóciles -el kirchneriano “FBI”-
no lograron nunca que se les pague… hasta que una corte neoyorquina les
dio la razón y obligó a Buenos Aires a cumplir el compromiso. La orden
ha quedado suspendida, sin embargo, por las apelaciones. Ello no impidió
que la fragata insignia de la Armada argentina fuese retenida en Ghana,
entre otras incomodidades vergonzosas relacionadas con el “FBI”. No es
probable que se acabe ratificando la decisión contra la Argentina
porque, en la práctica, ello pondría a su vez en riesgo a los tenedores
de bonos que sí aceptaron la reestructuración. No hay dinero para
pagarles a ellos si se acaba pagando los 1,3 mil millones adeudados a
los rebeldes.
Traigo a colación este episodio no sólo porque representa lo que ha
sido la relación del gobierno con los acreedores, sino porque tiene
también que ver con las estadísticas falsas del Indec. Cuando en 2005 la
Argentina reestructuró su deuda, otorgó a los acreedores que aceptaron
el canje unos cupones vinculados al PBI, lo que en buen romance
significaba que su valor dependería del crecimiento de la economía. En
los años del “boom”, esos papeles lógicamente se revalorizaron. Pero
ahora que la economía ha entrado en catatonia -el crecimiento anualizado
en el penúltimo trimestre de 2012 ascendió a apenas 0,7 por ciento-
esos bonos pueden irse a pique. El peligro no se relaciona solamente con
la marcha real de la economía, sino también con las percepciones: la
pérdida total de credibilidad de la estadística oficial hace que ya
nadie crea que las cosas van mejor cuando el gobierno dice que van
mejor. El efecto negativo en el valor de los bonos es casi inevitable.
Un magnífico artículo de Mauricio Rojas resumió en este diario, hace
algunas semanas, lo sucedido con la economía argentina desde 2003,
cuando Néstor Kirchner asumió el mando. La Argentina, que ya venía
saliendo de la crisis de 2001 por el efecto “rebote”, recibió una
inyección de dinero -unos 300 mil millones de dólares- en parte por los
commodities, que estaban de moda en el mundo. Ese dinero se usó para
enriquecer al Estado, cuyo gasto se triplicó en apenas ocho años y cuyo
tamaño pasó a equivaler al 45 por ciento de lo que producen los
argentinos anualmente. Se subvencionó a una amplia clientela, cosa a la
que contribuyó, asimismo, una política proteccionista. Una vez que, como
le ocurrió a Alan García en los años 80, el dinero empezó a ser
insuficiente para mantener a la maquinaria engrasada, se optó por nuevas
expropiaciones, la radicalización política y una elevación considerable
de la acústica antiimperialista.
El resultado político ha sido, como en el Perú de los 80, la resaca
social, dividida en dos. Una, la de la propia base clientelar, le pide
al gobierno ir más lejos (por ejemplo, los sindicatos quieren un aumento
muy superior al 20 por ciento que Cristina Kirchner está dispuesta a
dar) y empuja hacia una estatización aun mayor. Otra, la de la clase
media en general, tiene el sentido contrario: millones de personas, como
se vio en las manifestaciones de los meses finales del año pasado, han
llegado al hartazgo definitivo y claman por un cambio.
En 1987, un año después de la inelegibilidad, García intentó la huida
hacia adelante con la estatización de la banca, pero los peruanos lo
detuvimos en las calles tras meses de batalla campal. Fue el comienzo
del cambio del modelo peruano: un cambio tan grande que lo obligó a él
mismo, a partir de 2006, a hacer un segundo gobierno distinto. Hoy, en
2013, Cristina Kirchner ensaya su propia huida hacia adelante: la
reelección prohibida por la Constitución. Para ello buscará, en las
elecciones parlamentarias de este año, una victoria que abulte su
mayoría, de tal forma que logre sumar dos tercios en el Congreso y
modificar la Constitución. Así, podría tentar la reelección en 2015,
siguiendo el modelo que varios gobiernos populistas han hecho suyo.
¿Lo logrará con su alicaída popularidad? Dependerá de muchos
factores, incluyendo la eficacia del uso político de la moción de
censura del FMI. Pero esto no bastará. Para recuperar a su clientela,
necesita repartir bastante más dinero del que tiene. Por lo pronto, está
maniobrando a través del control de precios: esta semana congeló los
precios de los alimentos en los supermercados y en otros retails,
poético desmentido a la estadística del Indec según la cual la inflación
es mucho menor de la que en realidad es. Pero lo que preocupa a
Kirchner no son tanto los precios como los salarios. Necesita, para
pactar con los sindicatos, subir los salarios menos de lo que ellos
quieren, para lo cual una reducción artificial de los precios es útil.
Mucho más importante que recuperar a la clase media es recuperar a su
clientela, que es la que realmente le puede mover el piso y poner en
jaque su proyecto reeleccionista.
Desde su oficina en la calle 19 del noroeste de Washington, la
elegante francesa Christine Lagarde se enfrenta a la no menos elegante
argentina Cristina Kirchner, probablemente sin saber hasta qué punto la
decisión de su directorio ejecutivo ha metido ya de lleno al FMI en el
designio político del gobierno de cara a 2015. En 1986, la
inelegibilidad fue el inicio de un proceso tortuoso, que a la larga
llevó a García al exilio en Colombia y luego Francia. No me atrevo a
pronosticar el destino de la asombrosa República Argentina.
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