China: el aire envenenado
Cada cierto tiempo se publican informaciones
acerca de la terrible contaminación que aqueja China y en sus
abarrotadas calles la multitud se protege con mascarillas. Hace tan solo
unas semanas los medios destacaron que el índice de polución en Beijing
era 30-45 veces más alto que los niveles aceptables. Sencillamente el
aire que respiran los chinos los está ahogando.
En los países
democráticos, donde los gobiernos están sujetos al castigo en las urnas
si no responden a los intereses del electorado, un problema
medioambiental como el que enfrenta la nación asiática podría costarle
la carrera a un jefe de estado. En China, en cambio, el régimen
comunista está más preocupado por ocultar los escándalos de corrupción
en el seno de la nomenclatura que por el bienestar de los ciudadanos. A
fin de cuentas, el grave problema de la contaminación no es nada más que
otro síntoma de un sistema que no tiene en cuenta la dignidad de unos
individuos que ni siquiera votan libremente.
Coincidiendo con las
alarmantes noticias del aire viciado que mina la salud de los chinos,
recientemente escuché en National Public Radio (NPR) al artista
disidente Ai Weiwei; precisamente la analogía que empleó para describir
la represión y el acoso político al que ha sido sometido fue la de una
constante asfixia de la verdad. Un aire envenenado que sofoca a cada
paso.
En su estilo poético el sobresaliente artista plástico capta
con su metáfora lo que representan esos millones de chinos que
deambulan turbados por el smog: la mordaza que les aprieta la libertad
de expresión hasta adormecerlos con el cloroformo de la censura. Son
pocos los que se atreven, como el rebelde con causa Weiwei, a manifestar
sus deseos de vivir en una sociedad abierta y plural. El pintor y
escultor, cuyas exposiciones triunfan en el extranjero, ha sufrido
cárcel, golpizas y millonarias multas fiscales por encararse a un
gobierno al que no le tiene miedo. Sin duda, un arma infalible que
ningún modelo autoritario puede vencer.
En la entrevista con NPR
Weiwei explicaba cómo sus viajes al exterior y su roce con lo que Milan
Kundera señalaría como esa vida que está en otra parte, lo han
transformado en un adicto a la libertad y sin posibilidad de
“rehabilitación” para ser devuelto a la cárcel de quienes eligen callar
antes que hablar alto y claro. El díscolo artista es un caso perdido
para las autoridades, incapaces de acallar la fama y reconocimiento de
las que goza el disidente en Occidente.
Justo en los días en los
que la nube tóxica eclipsaba a la mayoría mientras Weiwei permanecía
amparado bajo la luminosidad de quien se reconoce como un ser libre, en
el oeste de Xinjiang otro disidente, el activista pro-derechos humanos
Gao Zhisheng, a duras penas sobrevivía en el presidio político sin que
sus familiares tuvieran noticias de él. Durante el primer arresto que
sufrió en 2007 fue sometido a torturas y hoy sus días se confunden en la
oscuridad de una triste celda mientras su esposa e hijos aguardan
noticias de él asilados en Estados Unidos.
Si no fuera por las
palabras de Weiwei, tan vitales y optimistas desde un lugar inhóspito,
uno pensaría que el aire envenenado acabará por aniquilar el espíritu
colectivo. Un hombre verdaderamente libre se abre paso bajo el cielo
encapotado.
© Firmas Press
- 23 de julio, 2015
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