Acabar con las facultades discrecionales en México
Tal vez no haya mal mayor, o más despreciado por la sociedad mexicana, que el de la impunidad. La
impunidad, hermana gemela de la corrupción, no es producto de nuestra
cultura o nuestras costumbres: es hija directa de la forma en que hemos
decidido organizarnos. El problema, como en otras sociedades similares, es que se acaba por creer que se trata de algo natural.
En
un artículo reciente sobre Rusia, Misha Friedman, una fotógrafa del
NYT, afirmaba que “la corrupción es tan ubicua que toda la sociedad
acaba por aceptar lo inaceptable como normal, como la única forma de
sobrevivir: acepta que ‘así son las cosas’”. México no es muy distinto.
Y
no es para menos: una observación al panorama cotidiano muestra que la
impunidad reina por sobre todas las cosas. Los ejemplos son vastos y muy
diversos. Tenemos a un candidato que ha competido en cuatro
elecciones en su vida, pero sólo ha aceptado el resultado en una, en la
que ganó. En las otras tres no perdió: le robaron el triunfo.
Vivimos
un sainete entre una empresa de comunicación y el gobierno donde lo
único claro es que no hay nada de transparente en el manejo de las
concesiones de espectro y, peor, que a todos los involucrados les parece bien el sistema.
Tenemos miles de muertos, periodistas desaparecidos y ciudadanos secuestrados, pero solo un puñado de investigaciones judiciales, y eso nos parece normal.
La
corrupción no es más que el mecanismo que permite el funcionamiento de
una sociedad en un contexto de impunidad. Ante la imposibilidad de
resolver los problemas, el ciudadano se adapta y la corrupción es un
medio para lograrlo. Es así como se resuelven problemas cotidianos como
una multa de tránsito, un permiso ante las autoridades o la visita de un
inspector. El problema no es la corrupción misma sino la impunidad que
la hace posible y, desde otro ángulo, inevitable. Y la impunidad es
producto de nuestra debilidad institucional.
Uno de los muchos mitos del viejo sistema político es el de la supuesta fortaleza de nuestras instituciones. Nuestra
imagen de las instituciones es la de grandes monumentos y de la
disciplina a que se sujetaban los políticos ante la autoridad
presidencial. Sin embargo, la relevancia de las instituciones reside en
las reglas del juego que entrañan. Una institución, decía el premio
Nobel Douglas North, es la forma en que una sociedad decide limitar y
constreñir el espacio de acción entre los actores en su sociedad.
Mientras más claras y definidas esas reglas, mayor la fortaleza
institucional y menor el potencial de arbitrariedad de la autoridad. Y
viceversa: mientras más generales, imprecisas y discrecionales las
reglas, mayor el potencial de arbitrariedad y, por lo tanto, mayor la
impunidad.
La ley sobre inversión extranjera de Echeverría era un
monumento a la discrecionalidad y un perfecto ejemplo de la fuente de
corrupción en nuestro país. La ley establecía un conjunto de reglas
precisas sobre límites a la inversión extranjera, derechos de
accionistas nacionales y extranjeros y diferencias entre sectores de la
economía. Aunque la ley era sumamente restrictiva, uno de sus
artículos le confería a la autoridad plena discrecionalidad para actuar
de manera distinta a lo dispuesto en la ley en casos en los que así lo
considerara necesario. Es decir, se establecían reglas muy rígidas
pero luego se generaba un espacio de absoluta impunidad. Ese mismo
principio existe en toda nuestra legislación y es el que genera una
permanente incertidumbre, además de espacios de impunidad. Cuando la
autoridad tiene facultades tan vastas que es legalmente impune, la
corrupción se convierte en un mecanismo natural de sobrevivencia.
Tres
ejemplos ilustran los costos y oportunidades que tenemos hacia el
futuro. Hace algunos años tuve la oportunidad de presenciar un proceso
aparentemente normal. Un abogado amigo mío recibió a unos hermanos que
querían que les ayudara a separar los negocios que habían heredado. La
parte legal y de negocios siguió su dinámica propia, pero lo que fue
notorio para mi fue que la parte más compleja y extensa del proceso fue
sobre la forma en que los clientes le pagarían por sus servicios. En
condiciones normales, el abogado habría extendido recibos de honorarios
por su trabajo. Sin embargo, su preocupación era que, luego de un arduo
trabajo con múltiples gastos, los clientes acabaran no pagándole:
esa era la medida de la desconfianza pero, sobre todo, de la debilidad
de las instituciones que tenemos. La dificultad de hacer cumplir un
contrato genera distorsiones absurdas.
Ese ejemplo contrasta con
la forma en que actúan los inspectores de construcción en EE.UU. La
regla respecto al número de cajones de estacionamiento por metro de
construcción comercial es clara y específica, no sujeta a negociación.
El inspector no tiene facultades más que para constatar si existe el
número de cajones. Como no tiene facultades para modificar ( o
“flexibilizar”) las reglas a su antojo, su decisión es binaria: si o no.
No es casualidad que los mexicanos con frecuencia choquemos con los
estadounidenses en asuntos de mayor trascendencia: nuestro marco de
referencia es radicalmente distinto.
Afortunadamente hay
ejemplos de que es posible disminuir o erradicar la corrupción: cuando
se eliminan los espacios de arbitrariedad e impunidad, la corrupción
deja de ser posible o inevitable. Así ocurrió a finales de los
ochenta en la entonces SECOFI (hoy Economía) donde un cambio en las
reglas modificó toda la naturaleza de la secretaría dedicada al comercio
y la industria. Históricamente uno de los espacios de mayor corrupción
en el gobierno, la burocracia de SECOFI vivía de la explotación de sus
facultades discrecionales en el otorgamiento de permisos de inversión,
importación, exportación y otros similares. Con la liberalización de la
economía (que, esencialmente, consistió en la substitución de requisito
de permisos por aranceles o reglas rígidas), casi toda la industria de
la corrupción en esa secretaría desapareció. Los miles de burócratas
dedicados a mover papeles (o impedir que se movieran) dejó de tener
razón de ser y la secretaría se redujo a menos del 10% de lo que era. En
ese mundo la corrupción simplemente desapareció. Importante notar que
muchos prefieren el viejo sistema…
El día en que tengamos reglas
claras en asuntos migratorios, electorales, concesiones de radio y
televisión y derechos de propiedad en general, así como una autoridad
dispuesta y facultada para hacerlas cumplir sin miramiento, el país será
otro. El asunto es acabar con las facultades discrecionales que hacen
permanente la arbitrariedad y la impunidad: todo el resto es mitología.
Luis Rubio es Presidente del Centro de
Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente
dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México.
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