El síndrome Depardieu o la estupidez
Libertad Digital, Madrid
Europa está dando al mundo una lección insuperable de estupidez:
está persiguiendo a sus talentos, combatiendo a quienes tienen éxito,
condenando a los que sobresalen y se enriquecen con su creatividad y
esfuerzo. Gérard Depardieu ha puesto rostro a esta estupidez, pero este
síndrome autodestructivo viene ya de lejos. Es por eso que estamos donde
estamos, porque nos lo hemos buscado, no porque otros nos lo hayan
impuesto.
Para entender lo ocurrido recientemente en Europa Occidental hay que
recorrer unas cuantas décadas. Tal vez el lector recuerde que ya a fines
de los años 70 se acuñó el concepto de euroesclerosis,
que apuntaba a las dificultades de los países europeos más avanzados
para adaptarse a un nuevo entorno global en rápida transformación.
Europa reaccionaba lenta y defensivamente ante los cambios, tratando de
defender lo que ya tenía más que de buscar lo que podía llegar a tener.
Sus grupos de poder –entre los cuales los sindicatos, así como las
asociaciones profesionales y empresariales, desempeñan un papel
destacado– optaron por la protección de sus intereses y sus así llamados
derechos, incluso al precio de unas altas tasas permanentes de desempleo y un crecimiento comparativamente lento.
Esta actitud se plasmó en una extensa maraña regulatoria y en el desarrollo acelerado de grandes Estados intervencionistas, cuya función fundamental era garantizar el statu quo y
una serie de derechos que la población europea supuestamente ya había
adquirido de una vez y para siempre. El denominado Estado de Bienestar
creció desmesuradamente desde la década del 70, hasta transformarse en
el corazón de lo que se conoció como Modelo Social Europeo.
El gran Estado se distinguió por los altísimos impuestos
que imponía a fin de ampliar su poder sobre la sociedad y garantizar
derechos y privilegios. De hecho, la carga tributaria en la UE-15 subió
de un promedio de 25,8% del PIB en 1965 a un 39,2% en 1990. En 1965, el
peso total de los impuestos iba de un modesto 14,7% del PIB en España a
un máximo de 35% en Suecia, país líder en lo que respecta a la expansión
del Estado benefactor. En 1990, el peso de la tributación se había más
que doblado en España, alcanzando el 33,2%, mientras que en Suecia
llegaba al 53,6%. En resumidas cuentas: el Estado había pasado a ser el
eje de los procesos económicos y sociales de Europa Occidental.
Todo ello llevó a una serie de problemas, como la pérdida de incentivos para trabajar o invertir en
educación que se genera cuando los impuestos castigan fuertemente y de
manera progresiva los réditos del trabajo. Pero aun más decisivo en el
largo plazo es que las regulaciones defensivas, en particular las
relativas al mercado laboral, así como los altos impuestos dificultaban y
penalizaban severamente el esfuerzo emprendedor de la población
europea, su voluntad de crear cosas nuevas, particularmente en el
terreno de la economía del conocimiento y la información.
Así, la política económica europea se orientó más a defender y
distribuir la ya creada que a fomentar la creación de nueva riqueza. Se
hizo por ello conservadora y plasmó una fuerte aversión al riego. Esta forma de actuar terminó transformándose en una verdadera cultura de seguridad ante todo
y de derechos adquiridos, derechos universales sin relación directa con
el deber o el esfuerzo, lo que hace que se pierda el vínculo entre lo
que se hace y lo que se logra, entre la responsabilidad individual y lo
que se puede obtener de la vida. Todas esas relaciones fundamentales, y
los valores sobre los que se fundan, se fueron perdiendo en Europa.
Las nuevas generaciones crecieron dentro de la cultura de los derechos
y fueron a una escuela que les enseñó que la vida era un juego y que no
tenían que preocuparse mucho por el futuro, porque existía alguien, el
Estado del Bienestar, que se responsabilizaba de su prosperidad. Estos
son los indignados, esos niñatos destetados
que hoy vemos en las plazas de Europa Occidental, pidiendo derechos que
ya nadie puede darles. Son las grandes víctimas de las promesas vanas
del Estado del Bienestar y su desilusión es manifiesta, así como también
lo es su creciente frustración. Nacieron bajo el síndrome del almuerzo gratis
y el progreso asegurado (por otros), y su embotamiento mental les
impide comprender cosas tan evidentes como que todo derecho tiene un
costo, y que ese costo se llama deber, esfuerzo duro y cotidiano,
responsabilidad personal y voluntad innovadora.
Para ilustrar concretamente lo que este desarrollo europeo ha
significado en pérdida de capacidad generadora de riqueza bastan dos
cifras: 26 son las empresas que se han creado en California desde el año
1975 y que están hoy dentro de las 500 mayores del mundo. Europa, con
sus más de 300 millones de habitantes, sólo puede aportar una compañía a
la misma lista. He aquí el resultado condensado de unas estructuras y una cultura que no premian el esfuerzo, el emprendimiento, que no aplauden el enriquecimiento legítimo y hacen de la defensa del statu quo y la redistribución igualitarista su principal afán.
Hay muchos ejemplos similares, como el medio millón de científicos,
técnicos y emprendedores europeos de primera línea que han buscado en
los Estados Unidos el lugar donde realizar sus sueños. Un reciente
artículo de The Economist
se hace referencia a los 50.000 alemanes que residen en Silicon Valley,
así como a las 500 nuevas iniciativas empresariales llevadas a cabo por
franceses en la bahía de San Francisco. Este exilio empresarial y
creativo de muchos de sus mejores talentos no solo le cuesta a Europa
una pérdida significativa de prosperidad sino que en gran medida explica
su cada vez mayor distanciamiento del liderazgo mundial. Este es el
precio que Europa se impone por seguir con su estúpida creencia
de que puede mantener su bienestar castigando al trabajo, la
creatividad, el emprendimiento y el éxito. El caso de Gérard Depardieu
no es sino el último testimonio de esta lamentable estupidez.
Mauricio Rojas fue miembro del Parlamento sueco y es profesor adjunto de Historia Económica de la Universidad de Lund (Suecia).
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