Bases del liberalismo
El Heraldo, Tegucigalpa
La
imposibilidad teórica del socialismo puso de manifiesto que el mercado y la
libertad económica han de defenderse no solo por eficiencia, sino porque el
capitalismo es ético
El
ámbito de la ética ha sido, hasta ahora, tal vez, el gran olvidado en las
estrategias de defensa e impulso del liberalismo en general y de la economía de
mercado en particular.
La
causa puede estar en el dominio que ha tenido en la ciencia económica la casi
concepción “dentista” (esta concepción, denominada dentista de la economía, ha
sido desarrollada por autores que, como Milton Friedman, Howard Saúl Becker o
George Joseph Stigler, han surgido de la Escuela de Chicago y en el ámbito
político mantienen un cierto posicionamiento liberal, pero “Sin embargo, la
defensa del mercado que efectúan éstos y otros autores se basa exclusivamente
en razones de estrecha eficiencia utilitarista, por lo que, quizá sin darse
cuenta, siempre terminan por dar armas y argumentos teóricos a aquellos que,
por oposición, propugnan la intervención estatal e incluso el socialismo”. “En
efecto, si se presupone que la información está dada y que se puede actuar
siguiendo tan sólo un estrecho criterio de maximización, es casi inevitable que
termine dándose el pequeño paso teórico adicional consistente en suponer que
tal información y criterio operativo pueden ser utilizados, incluso de forma
más efectiva, por el propio gobierno u órgano estatal de planificación, para
coordinar “adecuadamente” la sociedad en general o cualquiera de sus parcelas
en particular, vía mandatos coactivos” (Teoría de la crisis y reforma de la
Seguridad Social, libro Estudios de economía política, Unión Editorial, 1994,
cap. XXII, pp. 250-284. Véase el análisis crítico al ideal consecuencialista
que se encuentra detrás de la economía neoclásica en el “Estudio preliminar” al
libro de Israel M. Kirzner Creatividad, capitalismo y justicia distributiva, Unión
Editorial, Madrid 1995, pp. 17-41) que ha pretendido desarrollar la disciplina
siguiendo la metodología y la forma de hacer ciencia que ha sido propia de la
física y de otras ciencias naturales.
Así,
los modelos neoclásicos hasta ahora dominantes se basan en un concepto
reduccionista de la racionalidad humana, que presupone un entorno cerrado de
fines y medios, es decir, de plena información (bien sea en términos ciertos o
probabilísticos) y en que se supone que los seres humanos se limitan a tomar decisiones
ad hoc en términos de maximización.
Según
este enfoque, parece que no es preciso que los seres humanos adapten su
comportamiento a ninguna regla pautada de tipo moral, pues la decisión más
adecuada en cada caso vendrá dada por un mero criterio de optimización (que se
presenta además con la aureola científica que hoy tiene el formalismo
matemático) de los fines conocidos que se pretenden lograr con cargo a medios,
que también se suponen conocidos y al alcance del decisor.
Los
teóricos de la Escuela de Chicago son, por tanto, víctimas de la que podríamos
decir “paradoja del ingeniero social liberal”; en efecto, comparten la
arrogancia “dentista de los ingenieros sociales neoclásicos”, pretendiendo a su
vez justificar, con tal perspectiva e instrumental analíticos, supuestas
políticas “liberales”, que a menudo son contradictorias con los principios
esenciales de la libertad, por lo que terminan a la larga alentando, sin darse
cuenta, la coacción institucional (represión, terror y crimen) que es propia del
intervencionismo, del totalitarismo, del comunismo.
Frente
a esta concepción reduccionista de la economía, la Escuela Austríaca ha
demostrado que es imposible que tanto el ser humano actor, como el científico o
los miembros de cualquier gobierno u órgano de planificación puedan hacerse con
la información que se presupone disponible en los modelos neoclásicos.
“La
razón de esta imposibilidad radica en la capacidad creativa del ser humano y en
su espíritu empresarial que constantemente está descubriendo nuevos fines,
medios y oportunidades de ganancia”.
Por
tanto, no puede aceptarse el concepto reduccionista y estático de
“racionalidad” que manejan los neoclásicos y que elimina de raíz la capacidad
creativa del ser humano”.
Además,
la imposibilidad de que el criterio estrecho de maximización oriente con
carácter exclusivo la acción humana, hace inevitable que esta se desarrolle
dentro de un marco de comportamientos pautados de tipo jurídico y moral que
surgen de forma evolutiva como realización de la naturaleza humana en los
múltiples procesos de interacción social que se desarrollan a lo largo de la
historia.
Estas
instituciones de tipo moral y legal no pueden ser una creación deliberada de
los seres humanos, pues incorporan un volumen de información tan elevado y
variable que supera con mucho la capacidad de previsión, análisis y comprensión
de la mente de cada individuo. Y sin embargo, estas instituciones jurídicas,
morales, económicas y lingüísticas son precisamente las más trascendentales
para el desarrollo de la vida en sociedad y, por tanto, de la civilización.
(Estudio preliminar a la 5.” edición española de Ludwig von Mises, La acción
humana: tratado de economía. Unión Editorial, Madrid 1995, pp. XXI-LXXI (6.a
ed., 2001).
Debería
abandonarse, por tanto, el aterrador concepto estático de eficiencia paretiana
y sustituirse por otro dinámico basado en la capacidad creativa y en la función
empresarial.
De
acuerdo con el criterio dinámico, lo importante, en suma, más que evitar el
despilfarro y situar el sistema en algún punto de la curva de posibilidades
máximas de producción (criterio paretiano), es fomentar la creatividad
empresarial y mover constantemente tal curva hacia la derecha (criterio
alternativo de eficiencia dinámica).
Cuando
se hace referencia a la curva de posibilidades máximas de producción, es sólo
en sentido metafórico para, tal vez, hacernos entender, sobre todo, por los
lectores de la tradición neoclásica, pero sin olvidar que tal curva no existe,
pues sus puntos no están dados (varían constantemente) y jamás pueden llegar a
conocerse.
Estos
puntos de vista presuntamente depurados por los teóricos de la Escuela
Austríaca, sobre todo a lo largo del debate que mantuvieron durante el siglo XX
en torno a la imposibilidad teórica del socialismo, ponen de manifiesto que el
mercado y la libertad económica han de defenderse, no sólo por estrictas
razones de eficiencia dinámica (es decir, porque promueven una mayor
creatividad y más efectiva coordinación entre los comportamientos humanos),
sino además, y sobre todo, porque el sistema económico capitalista es
socialmente el único ético y moral.
Si
la ética entró en crisis en el siglo XX, ha sido como consecuencia del
endiosamiento de la razón que es propio del cientificismo exagerado y según el
cual se supone que cada ser humano puede y debe decidir ad hoc según sus
impulsos subjetivos y en base a criterios de maximización, sin necesidad de
someterse a comportamientos de tipo moral previamente pautados.
Esta
errónea concepción dentista de la economía se ha convertido en uno de los
fundamentos esenciales del socialismo, que de hecho puede definirse como “aquel
sistema económico en el que se pretende que el gobierno coordine, vía mandatos
coactivos (represión, terror y crimen) la sociedad civil al suponerse que
dispone de la información necesaria para ello, y sin necesidad de someterse a
principio dogmático alguno de tipo moral.
Por
eso, la demostración teórica de que es imposible actuar de esta manera que
debemos a Ludwig Heinrich Edler von Mises (alemán, 1881-1973, filosofo, escuela
austriaca de la economía, liberal) y a Friedrich August von Hayek CH (alemán,
1899-1992, filosofo, economista, liberal) ha vuelto a dar el protagonismo, en
la cooperación social, a los principios éticos de la moral tradicional en los
que se basa la economía de mercado y que casi han sido relegados al olvido por
los políticos, los científicos y gran parte de los ciudadanos, del pueblo.
Entre
estos principios destacan:
a)
el derecho a la propiedad y a la posesión pacíficamente adquirida sobre los
resultados de la propia creatividad empresarial;
b)
la responsabilidad individual, entendida como la asunción por parte de cada
actor de los costes derivados de su acción;
c)
la consideración de que la solidaridad forzada es inmoral, pues pierde el
irrenunciable componente ético que siempre ha de tener y sólo lo da la
libertad;
d)
y, en suma, que la coacción estatal aplicada para lograr objetivos específicos
en el ámbito social es inmoral por ir en contra de la naturaleza del ser humano
y de los principios de respeto a la libertad de la acción humana individual y
de igualdad ante la ley en que se basa un verdadero Estado de Derecho.
Recordemos
la opinión de Juan Pablo II que, preguntándose si el capitalismo es la vía para
el progreso económico y social, contestó lo siguiente: “Si por “capitalismo” se
entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de
la empresa, el mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente
responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad
humana en el sector de la economía, la respuesta es ciertamente positiva,
aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de
mercado”, o simplemente de “economía libre”. Véase Juan Pablo II, Centessimus
annus, PPC, Madrid 1991, cap. IV, n.” 42, p. 8. Seguiremos.-
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