La Guerra de Secesión Americana (III)
Instituto Juan de Mariana
(Puede verse también las Partes I y II de este trabajo)
Las guerras salen caras. Y las guerras largas salen aún más caras. La
guerra es posiblemente la actividad antieconómica más eficiente a la
hora de destruir recursos y riquezas, pero dicha circunstancia no impide
que sociedades, países y Estados opten por ella cuando quieren alcanzar
un objetivo concreto. Es bastante probable que los gobernantes que la
eligen y las sociedades que la sustentan piensen en un conflicto corto,
en la gloria del combate, el honor de servir a la patria, el miedo de
ser dominado por el enemigo o en el interés de tener este territorio o
aquel recurso. Razones históricas o prácticas no faltarán. En lo que no
suelen pensar es en los costes, en los pagos a proveedores e implicados;
y no lo hacen ni antes, ni durante, ni después del conflicto.
Norte y Sur se vieron rápidamente obligados a crear, mantener y
alimentar dos ejércitos que pronto consiguieron ser de los más numerosos
del momento. Y un ejército consume mucho y lo hace todos los días. Para
que nos hagamos una idea, uno de campaña de 100.000 hombres
(principalmente combatientes, pero también cocineros, oficinistas,
médicos, etc.) requería 2.500 carros de suministro, al menos, 35.000
animales, entre mulos y caballos, y 600 toneladas de suministro diario. A
ello habría que unir todas las necesidades de la cadena logística que
permitía el avituallamiento desde los depósitos hasta el frente. Si
tenemos en cuenta que, en un momento dado, hay varios ejércitos en
movimiento, algunos en combate, otros formándose en la retaguardia, y
que todos necesitan recursos, nos haremos una idea de lo que puede
costar un infierno logístico como éste.
Norte y Sur no fueron muy imaginativos a la hora de financiar sus
ejércitos y tiraron de las habituales herramientas de los Estados cuando
tienen que hacer frente a gastos extraordinarios: el incremento de los
impuestos, el endeudamiento y, cuando todo parecía insuficiente,
incrementar aún más la masa monetaria, produciendo un efecto devastador
sobre las economías de sus ciudadanos. En este sentido, Norte y Sur no
se diferenciaron mucho, pero las circunstancias de cada uno de ellos
eran muy distintas, por lo que uno podía hacer frente mejor que el otro a
los compromisos adquiridos y el riesgo para los inversores era menor.
En este sentido, el tándem gobierno-empresarios fue uno de los peores
enemigos de los confederados.
En 1861, en el Sur se calcula que no había más de 25 ó 30 millones de
dólares en oro en manos privadas, lo que era, a todas luces, demasiado
poco para financiar un conflicto bélico. A diferencia del Norte, en el
Sur los impuestos nunca funcionaron demasiado bien, aunque eran muy
bajos y sobre transferencias claramente definibles, como los de aduana.
El secretario del Tesoro, Christopher Memminger, intentó crear nuevos
impuestos (a la exportación del algodón, a la propiedad), pero con
escaso éxito. Mejor resultado le dieron los bonos, pero debido a las
circunstancias de la guerra.
El Sur había logrado vender bonos de guerra entre sus ciudadanos en
forma de dos empréstitos de 15 y 100 millones de dólares, pero su
capital líquido era muy limitado, dado el estilo de vida rural
mayoritario, por lo que se vio obligado a acudir al exterior. Las
emisiones tradicionales de deuda tuvieron poco o nulo éxito en los
mercados europeos, por lo que los financieros tuvieron que idear otros
sistemas y, para ello, echaron mano de su principal recurso: el algodón.
El Sur comenzó a emitir bonos respaldados por el algodón, a 20 años y
un cupón del 7%, cuyo mayor atractivo era que podían convertirse en
algodón al precio anterior a la guerra, 6 peniques por libra. Los bonos
de algodón tuvieron muy buena recepción en los mercados británico y
holandés, los principales del mundo en aquella época. Los líderes
sudistas pensaron que un embargo propio del algodón provocaría una
escasez que dispararía el precio internacional y elevaría el interés por
los propios bonos. Realmente, su valor se mantuvo bastante estable
durante todo el conflicto, debido al valor creciente del algodón en todo
el mundo.
Pero este ingenioso artificio financiero tenía un importante punto
débil: los dueños de dichos bonos deberían poder tomar físicamente el
algodón con el que se garantizaban los mismos, en caso de que el Sur no
pagara el interés. A medida que se incrementaba la eficacia del bloqueo
naval del Norte, esta posibilidad se hacía cada vez más remota. Cuando
el 29 de abril de 1862, las fuerzas del Norte toman la ciudad de Nueva
Orleans, el Sur perdió el último puerto desde el que los bonistas podían
tomar el algodón sin un riesgo muy elevado. Los mercados
internacionales y los grandes inversores perdieron así el interés por
estos bonos, dado su excesivo riesgo.
Existía una segunda razón por la que los sudistas pensaban que este
embargo era adecuado. Creían que la escasez de algodón en Gran Bretaña
generaría una depresión en la industria textil, que obligaría a despedir
a buena parte de los trabajadores del sector, lo que llevaría al
gobierno británico, acuciado por las revueltas en las ciudades
afectadas, a reconocer a la Confederación e intervenir en el conflicto a
su favor.
Y lo cierto es que no iban del todo desencaminados. Para que nos
hagamos una idea, en 1860, más del 80% de las importaciones de algodón
que entraban en Gran Bretaña provenían de los Estados secesionistas. El
embargo que ordenaron los propios terratenientes junto a los líderes
confederados provocó que el precio del algodón se disparara de 6 ¼
peniques por libra de peso a 27 ¼, con lo que las importaciones cayeron
de 2,6 millones de balas en 1860 a menos de 72.000 en 1862. Y desde
luego que tuvo un efecto real entre los trabajadores; a finales de este
mismo año, en la región de Lancashire, la mitad de la mano de obra había
sido despedida y alrededor de la cuarta parte de la población dependía
del auxilio social.
Sin embargo, los británicos no estaban por la labor. Durante años, la
política del Imperio había sido la erradicación de la esclavitud como
institución (que no es lo mismo que la igualdad racial, que en esa época
ni se contemplaba) y, aunque sí hubo divisiones políticas a la hora de
apoyar o no a alguno de los bandos, lo cierto es que ni la situación
planteada por la escasez de algodón propició el reconocimiento del Sur
ni la intervención de su marina. Además, el Imperio tenía otros
problemas más inmediatos en Europa y la India.
Los europeos en general y los británicos en particular buscaron
mercados alternativos en los que conseguir algodón, mercados que
surgieron sin demasiados problemas en la propia India, Egipto y China,
que se beneficiaron de los elevados precios que creó esta carestía
artificial. Además, los almacenes británicos no estaban tan carentes de
algodón, así que, quienes especularon, de alguna manera vieron
recompensadas sus perspectivas y contribuyeron a que no se elevara aún
más el precio.
Así que, en última instancia, los dirigentes sudistas se vieron
obligados a imprimir dinero. Al principio, incluso antes de que se
iniciara la guerra, en pequeñas cantidades, pero poco a poco se llenó de
papel. El agosto de 1861 ya había unos 100 millones de dólares, algunos
negocios privados empezaron a imprimir su propio dinero y, para 1863,
se calcula que había unos 700 millones. Pero su dólar apenas valía unos
pocos centavos de dólar en oro.
A diferencia de sus enemigos, el Norte tenía más capacidad para
encarar los pagos derivados de la financiación de los ejércitos y sus
campañas. Por una parte, tenía una base productiva superior a la del
Sur, capaz de cubrir las necesidades militares una vez que la Industria
se pusiera al servicio de la maquinaria bélica. En segundo lugar, debido
a que los puertos del Norte no estaban bloqueados y la gran mayoría de
la marina mercante se había mantenido fiel al Gobierno Federal, podía
complementar su producción con importaciones, sin las dificultades que
tenía el Sur.
Por último, el crédito norteño en el extranjero seguía siendo fuerte,
debido a la habilidad financiera de sus administradores. Robert P.
Chase, secretario del Tesoro, desarrolló un instinto desconocido en los
dirigentes del Norte para vender bonos de guerra entre pequeños
inversores. Chase rehuía las deudas y no era demasiado amigo de los
bancos, así que cargó los costes de la guerra en los impuestos. El
sistema impositivo del Norte tomó como modelo el británico en las
guerras napoleónicas, pero fue más allá y no sólo tributaron productos
de lujo e ingresos, sino también servicios, transacciones comerciales y
herencias. Todos estos ingresos cubrieron los gastos derivados del
conflicto y, en 1865, fueron suprimidos.
Pese a que la cantidad de oro que existía en el Norte era mayor que
en el Sur, pronto Chase se vio obligado a emitir bonos, vendidos a un
precio inferior al valor nominal para hacerlos más interesantes de cara
los inversionistas. En febrero de 1862, el Congreso permitió la
impresión de papel moneda (greenbacks). Al final de la guerra, se
habían emitido un total de 492 millones de dólares. Al final, Chase
había impedido que la situación se le escapara de las manos y evitó una
devaluación exagerada de su moneda.
El resultado de la guerra fue un profundo empobrecimiento de la
población del Sur y otro menos intenso en el Norte. En el Sur, entre
octubre 1861 y marzo de 1864, los precios subieron cada mes un 10% de
media, hasta el punto de que, en 1865, eran 92 veces superiores a los de
cuatro años atrás. Mientras que un soldado ganaba unos 11 dólares al
mes, en octubre de 1864, un barril de harina valía 425 dólares y una
fanega de maíz, 72. Sin embargo, en el Norte, los precios habían
aumentado, pero sólo un 60% de media. Los billetes de la Unión valían en
torno a unos 50 centavos en oro al final de la guerra, mientras que el
papel moneda de la Confederación valía 1 centavo en oro.
Pese a que los alimentos eran relativamente abundantes en el campo,
sus problemas de distribución llegaron a causar hambrunas locales y
productos indispensables como la ropa o el calzado se hicieron escasos.
Por el contrario, la sociedad norteña se vio mucho menos afectada por la
situación de escasez, que podían paliar a través de otras herramientas.
En el Norte, el sistema financiero no se había corrompido del todo.
Había mucho dinero en circulación y, a diferencia de lo que ocurría en
el Sur, había productos que comprar.
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