Malos tiempos nos estremecen en Uruguay
El País, Montevideo
Por estos días muchos experimentamos un profundo cambio en el clima político, una amenaza que nuestro locuaz Presidente reitera en cada una de sus imaginativas intervenciones: facilitar el consumo de marihuana, limitar la libertad de expresión o, en una suerte de suicidio nacional, suprimir el veto en el Mercosur. Como si a los tranquilos tiempos de las certezas liberales, los sucediera un ciclón cargado de imprevisibles amenazas. No me estoy refiriendo a las menguantes perspectivas económicas, donde siguiendo al mundo, pasaremos de la euforia a una probable estrechez. En ese aspecto, no hemos sido peores que otros y seguramente el país, pese a sus carencias, está mejor preparado de lo que estaba antes de la dictadura. Por eso creo que la alarma que comienza a ganarnos tiene causas y efectos más profundos que la economía y atañe a factores de otra escala, relacionados con la cultura, el imaginario político y la propia convivencia.
Quizás porque desde el restablecimiento de la democracia, en este cambiante cuarto de siglo, los uruguayos vivimos un lapso donde por encima de hombres, partidos y gobiernos, ciertas constantes, que en un momento parecieron perdidas se recobraron y se consolidaron. La confianza en las instituciones democráticas, el apego al derecho, la sensatez y previsibilidad de nuestros conductores, el republicanismo batllista, la idea que el pluralismo se afianzaba en el país, la ilusión que la patria, aún con errores y frustraciones, se volvía nuevamente habitable. La esperanza en síntesis, de que volvíamos a ser una familia unida sin dejar de ser individualistas y cosmopolitas, aventando la parálisis, la rutina burocrática, pero también y definitivamente, la polarización y el dogmatismo ideológico que tanto nos habían dañado.
Son estos valores fundantes, en lo doméstico y en lo internacional, los que hoy parecen cuestionados. En el año 1939 Carlos Quijano fundó el semanario Marcha, una cátedra política de excepción, que nos acompañó hasta fines de 1974. Muchísimos uruguayos nos formamos en ella, apoyándola o discrepando. Pocos en la clase política, la más culta del continente, la ignoraron. Con su rico legado, siguiendo la estela del Dr. Luis Alberto de Herrera, aprendimos a ser antiimperialistas sin abandonar el tercerismo, latinoamericanistas sin caer en romanticismos regionales, políticamente demócratas y liberales, sin desmedro de la justicia social y, por encima de todo, a defender con uñas y dientes nuestra soberanía y la aspiración a autodeterminarnos en todas las circunstancias.
Por estas horas, todo ello está cuestionado. La independencia de los pueblos, tan sagrada para los orientales, sacrificada en el caso de nuestros hermanos paraguayos con pretextos espurios, el derecho, nuestro único escudo, pospuesto en defensa de un triste maquiavelismo al que confundimos con el realismo político. Al mismo tiempo que celebramos el imperialismo virreinal en aras de estrechar vínculos con la "democracia" venezolana. Honestamente quisiera equivocarme y que todo esto sea sólo un episodio, un exabrupto de un charlista caudaloso. Todo indica lo contrario. La fuerza de gobierno es un hervidero en pleno realineamiento encabezado por un Presidente que desgraciadamente, parece haber retomado su antiguo rumbo. El de la Patria Grande, los dólares bolivarianos y las añoranzas sesentistas.
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