En defensa de los derechos humanos
Pese al encendido -e insistente- pedido de Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela en procura de reformular la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), realizado durante la reciente Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA) en Cochabamba, Bolivia, la decisión adoptada finalmente fue postergar el tratamiento del tema -ya estudiado por un Grupo de Trabajo especial de la OEA- y la discusión de las reformas que la CIDH pudiera sufrir para "modernizarse". Se determinó entonces tratarlo nuevamente en "un plazo de seis meses o, a más tardar, en el primer trimestre de 2013".
Parecería que Brasil -como consecuencia del pedido de la CIDH de suspender la construcción de una enorme represa hidroeléctrica en la selva amazónica, para así proteger a algunas comunidades indígenas que la habitan- ha sobreactuado y ha abierto una peligrosa Caja de Pandora respecto de la CIDH. En Cochabamba, su delegación no estuvo demasiado activa en esta cuestión, pero, no obstante, con razón, no dejó de pedir prudencia en su tratamiento. Los planteos intemperantes los hicieron los bolivarianos, con su "estilo" de siempre.
Tanto es así que fue el representante de Venezuela, Roy Chaderton, con su típica vehemencia, quien describió la gestión de la CIDH como "desastrosa", y acusó por eso al secretario ejecutivo saliente y sostuvo que la entidad funciona como "una inquisición, especialmente contra los gobiernos de izquierda". Su colega y compañero de ruta de Ecuador, el canciller de este país, Ricardo Patiño, batió el mismo parche. Lo hizo embistiendo duramente contra el organismo, presumiblemente porque, con todo el coraje requerido, ha sido capaz de cumplir con su misión y de morigerar los ataques sistemáticos del gobierno ecuatoriano contra la prensa independiente.
Casi en soledad, la centrada Costa Rica recordó que es necesario preservar, cualquiera que sea el cambio estructural que se proponga, tanto la autonomía de la CIDH, como la independencia de sus miembros, posición que obviamente debería ser apoyada.
Ocurre que hablamos de un organismo regional de singular relevancia, encargado de promover la observancia y la defensa de los derechos humanos en nuestro ámbito, tarea imprescindible y esencial, de lo que da cuenta nuestra propia historia nacional.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos es una institución en la que sus siete integrantes, que son elegidos a título personal (por su autoridad moral y por su versación en el tema), representan a todos los Estados miembros y no al país al que pertenecen. Por esa razón, deben actuar con la independencia e imparcialidad que su cometido exige. Ellos pueden dictar medidas cautelares y realizar misiones de observación. Emiten un respetado "Informe Anual" sobre la situación de los derechos humanos en el hemisferio, y recomiendan allí la adopción de medidas, cuando lo estiman pertinente. Y tienen facultades para convocar a audiencias públicas, a través de las cuales se analiza cualquier cuestión que amenace la vigencia plena de los derechos humanos en la región. También pueden decidir, en su caso, someter casos específicos a la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, si así lo creen procedente. Pueden, asimismo, organizar y mantener relatorías dotadas de mandatos especiales, como la que hoy defiende específicamente la libertad de expresión e información, cuyo diligente actuar y empeño preocupan -e incomodan, muy especialmente- a los gobiernos autoritarios de nuestra región.
Nuestro país ha tenido en esta cuestión algunos momentos recientes de silencio. Pero ha adoptado una posición clara. La que supone apoyar todo lo que tiene que ver con preservar a la CIDH y su autonomía y, en todo caso, dotarla de más y mejores instrumentos para que pueda cumplir eficiente y acabadamente con su misión. Esto incluye preservar la independencia de sus miembros y evitar que el organismo se transforme en dependiente o en instrumento de cualquier Estado miembro.
Es hora, creemos, de asumir en esta cuestión que ha quedado planteada un papel lo más activo posible, para evitar que la CIDH se transforme en una institución sin dientes, incapaz de cumplir con el cometido que se le asignara. Sin caer, como Hugo Chávez, en la retórica fácil, como cuando propone, si sus posiciones extremas no son compartidas por los demás, simplemente "acabar" con la OEA. Porque le molestan su accionar, sus medidas y sus denuncias. Y también sin hacer acusaciones mentirosas contra algunos de sus miembros, como acaba de denunciar Andrés Oppenheimer.
Si la región quiere realmente defender a la OEA y a la CIDH, debería procurar sacarlas de la mediocridad, comprometiendo para ello la atención y los recursos financieros del caso. Todavía hoy aproximadamente el 60% de sus necesidades de funcionamiento son sufragadas por los Estados Unidos.
Sería, cabe advertir, un error tratar de crear en el ámbito de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) mecanismos regionales alternativos (disfrazados de adicionales) con el objeto de desnaturalizar la labor de la CIDH mediante el recurso de generar pareceres u opiniones distintos sobre la defensa de los derechos humanos, que, en definitiva, terminen relativizándola o debilitándola severamente, hasta hacerla ineficaz.
Es también necesario mejorar la selección de los candidatos a ocupar los cargos más altos de la CIDH, haciéndola algo más exigente, a la manera quizá del proceso de selección de quienes componen la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
En definitiva, la preocupación ante los ataques que se acumulan contra la CIDH es grave. Porque se trata nada menos que de asegurar el respeto pleno del Pacto de San José de Costa Rica, que, para nosotros al menos, tiene jerarquía constitucional. Eso supone estar dispuesto a hacer más -y no menos- por garantizar los derechos humanos en toda nuestra región. Así como poner límites precisos al autoritarismo y a los caprichos de los líderes autoritarios. Además, está en juego la defensa de aquellos valores que conforman la esencia de la democracia, hoy amenazados.
Es necesario actuar siempre en función de nuestros principios y convicciones, más allá de las contingencias políticas circunstanciales que, de pronto, pueden afectar a uno o más Estados miembros. Porque se trata de proteger la dignidad y la libertad de nuestros ciudadanos, mandato irrenunciable para una nación democrática.
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