Humillar a un vendedor ambulante
La inmolación a lo bonzo en diciembre de 2010 del joven tunecino Mohamed Bouazizi por desesperación y su posterior muerte, ocurrida el 4 de enero de 2011, son consideradas como el catalizador de las diversas revoluciones que fueron sucediéndose en diferentes países musulmanes (Túnez, Argelia, Egipto, Marruecos, Libia, Yemen, Siria…). El uso privado de móviles y las redes sociales digitales jugaron un papel relevante e inesperado.
Los movimientos populares espontáneos sin líderes y con objetivos difusos son problemáticos para analistas y periodistas tendentes a encasillar políticamente cualquier fenómeno social. Son también ocasiones de oro para oportunistas agazapados o para depredadores totalitarios del poder. Es evidente que durante décadas todos estos países han soportado dictaduras y estados policiales sofocantes, causantes de innumerables frustraciones en el seno de sus respectivas poblaciones. Era impensable hace unos pocos años, pero ahora sabemos que se necesitaba muy poca mecha para que hiciera saltar por los aires dicho polvorín y se propagara por contagio a toda una zona, hoy geopolíticamente inestable.
Inicialmente los medios de comunicación informaban, alborozados, sobre las ansias de democracia de los países árabes. Se nos hablaba de la revolución del jazmín y de la primavera árabe. Según los rapsodas modernos, había llegado el momento para que las naciones musulmanas disfrutaran de las libertades políticas propias de Occidente. Los acontecimientos acaecidos posteriormente nos inducen a pensar que era una sarta romántica de pensamientos ilusorios. Las consecuencias de la guerra en Libia, las revueltas en Yemen, las recientes elecciones presidenciales en Egipto y, sobre todo, el goteo de matanzas en Siria nos van despejando con amargo desencanto el panorama para comprobar los hechos y contrastarlos con dicho sesgo cognitivo del principio.
Vuelvo a recordar a Mohamed Bouazizi. Fue un simple vendedor ambulante que intentó ganarse la vida en medio de un marasmo kafkiano de burocracia, corrupción oligárquica e inseguridad jurídica. Tuvo que sobrevivir en un marco institucional débil regido por normas caprichosas en el que todas las fuentes principales de riqueza estaban (y siguen estando) intensamente controladas por el gobierno y sus tentáculos. Persiguió sus fines personales que no fueron otros que aliviar la penuria de su madre viuda y seis hermanos, casarse e independizarse. Su medio elegido fue el hacerse comerciante en el mercado informal de frutas y verduras en un pueblo del interior de Túnez. Al confiscarle las autoridades locales su carro ambulante por carecer de licencia le arrebataron de un plumazo su medio de vida. Optó por abrasarse en público delante de la sede del poder local.
Dentro de los anhelos de Mohamed Bouazizi no estaba probablemente el poder emitir un voto, asociarse ni formar parte de asambleas o manifestaciones. Tampoco suspiraba por ser electo político ni ocupar cargos públicos. No buscaba ayudas públicas ni subvenciones del gobierno. Quiso tan sólo ganarse la vida pacífica y honradamente, prosperar con su propio esfuerzo. Trató únicamente de ejercer su derecho a comerciar y contratar; derecho básico e inalienable de toda persona que los gobernantes no debieran pisotear jamás. Su absurda negación fue una humillación (una de tantas) perpetrada por arrogantes funcionarios de un apartado ayuntamiento tunecino. Por desgracia, hay miles de casos parecidos en gran parte del mundo árabe donde la liberalización de la economía (y de la sociedad), junto a la necesaria certidumbre jurídica están muy lejos de alcanzarse.
Para lograr que una sociedad prospere, primero hay que garantizar sobre cualquier otra cosa los derechos de propiedad así como el libre intercambio de bienes y servicios delimitados por un sistema de normas objetivas y generales con vocación de permanecer y hacerse cumplir. Luego podrán venir –en mayor o en menor medida– los derechos políticos, según la idiosincrasia propia de cada nación. Es deseable y necesario que así suceda, pero pensar que ese orden de prioridades puede alegremente invertirse es wishful thinking o, en el peor de los casos, peligrosa quimera.
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