El pesebre de las becas del estado
Durante décadas, los políticos estadounidenses se han mostrado apasionados en torno a la necesidad de poner la universidad al alcance de todas las familias. Para garantizar que cualquiera que quiera ir a la universidad pueda correr con la factura, Washington ha derrochado cientos de miles de millones de dólares en ayudas de todo tipo — becas y préstamos, ha subvencionado el empleo estudiantil, y concedido incentivos y desgravaciones. Hoy, ese torrente de ayudas se ha convertido en un monzón. Como señala Neal McCluskey en un estudio del Cato Institute, el déficit del estado destinado a rebajar el precio de la matrícula universitaria se ha disparado, en dólares ajustados a la inflación, de los 29.600 millones de dólares de 1985 a los 139.700 millones de dólares de 2010; un incremento del 372% desde los tiempos de Ronald Reagan.
El grueso del prodigioso incremento es muy reciente. The College Board, el colectivo que sitúa cada clase de ayuda económica en el seno de un informe anual integral, demuestra que la ayuda federal en total se dispara más de 100.000 millones de dólares en el curso de una única década — de 64.000 millones de dólares en el 2000 hasta 169.000 millones de dólares en 2010. (Los datos de The College Board, a diferencia de los del estudio del Cato, incluyen los incentivos y las desgravaciones fiscales a la educación superior).
¿Y qué sacamos a cambio de esta considerable inversión en el abaratamiento de la formación universitaria? Centros universitarios que son más inasequibles que nunca.
Un curso universitario sí y otro también, Washington eleva las ayudas a los estudiantes y sus familias. Un curso universitario sí y otro también, el precio de las matrículas sube, muy por encima de la inflación. Y un curso universitario sí y otro también, los políticos compiten entre sí por prometer todavía más subvenciones públicas que alejarán del alcance de todo hijo de vecino la educación superior. ¿Alguna vez se les ocurrirá que puede existir una relación causal entre la disparatada ayuda y el disparatado precio de una matrícula universitaria? ¿Que todas esas becas y ayudas e incentivos fiscales no están conteniendo el problema, sino alimentándolo?
Al parecer, no.
"Hemos de hacer más asequible a los jóvenes la universidad", afirmaba el Presidente Obama durante los mítines celebrados en las universidades de Iowa, Carolina del Norte y Colorado la pasada semana. "No podemos sacar de la educación universitaria a la clase media a base de subir el precio". Como George W. Bush o Bill Clinton antes, Obama es partidario de tener abierto el grifo de las ayudas públicas. Se dedicó a tocar todas las cuerdas de costumbre ("ampliar los incentivos fiscales por matrícula universitaria… limitar el interés de los préstamos estudiantiles… garantizar que las becas Pell siguen teniendo liquidez"), y en buena parte del discurso se valió de los tipos de interés de los préstamos estudiantiles federales — que en julio se duplicarán a menos que el Congreso intervenga — para tachar a los Republicanos de Tíos Gilito sin escrúpulos. Pero Mitt Romney también quiere ampliar el tipo actual. El mito de que el Estado puede controlar el precio de la educación superior a base de estimular la demanda despierta una fidelidad bipartidista y generalizada.
"No basta con elevar la ayuda estudiantil. También tenemos que dejar de subvencionar las disparatadas matrículas", dijo Obama para aplauso generalizado en Iowa City. También podría haber dicho que no basta con despegar el pie del acelerador; también hay que pisar el freno. La realidad no funciona así. La creciente ayuda pública financia la demanda de educación superior, y cuando la demanda se estimula, el precio sigue la tendencia. (Véase: Crisis, hipoteca de riesgo).
Cuanto más gasta el Estado en rebajar el precio de la educación superior, más se dispara la matrícula. No es coincidencia.
La ayuda federal constituye una importante fuente de recaudación para universidades y centros universitarios, y las baterías de medidas de ayuda se basan generalmente en la brecha entre lo que una familia puede permitirse abonar para enviar a los hijos a la universidad y las matrículas y las cuotas que ese centro universitario cobra. Eso da a los centros toda suerte de incentivos para que sus matrículas sigan siendo inasequibles. ¿Por qué abaratar sus facturas a un nivel que se puedan permitir más familias cuando hacerlo se traduce en despedirse de millones de dólares de dinero público?
Directa o indirectamente, las ayudas del estado han conducido a una inflación masiva del precio de la matrícula universitaria. Ha sido un regalo para academias y centros universitarios, donde presupuestos, nóminas y extras se han vuelto sorprendentemente generosos. Y también ha sido un regalo a los políticos, Republicanos y Demócratas por igual, encantados de sacar tajada de la inquietud suscitada por las matrículas universitarias con tal de cosechar votos.
Pero para estudiantes y familias, y no hablemos del contribuyente que no va a la universidad, ha sido una catástrofe. Cuanto más interviene el Estado en hacer asequible la educación superior, más inasequible se vuelve. Hacer más de lo mismo no va a producir ninguna diferencia sustancial. Hasta Norman Bates habría caído en la cuenta a estas alturas de la película.
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