Las perjudiciales conquistas del estatismo
El Estado es un mal necesario: sus poderes no deben multiplicarse más allá de lo necesario.- Karl R. Popper
Cualquier crecimiento del Estado es nocivo para la libertad. Su presencia tiene que estar condicionada al respeto a los individuos. No ha nacido para mortificarlos, sino con el fin de favorecerlos durante su existencia. En este sentido, las molestias que les cause deben ser minúsculas. Lo ideal es que sus mecanismos se activen de manera supletoria. Las insuficiencias que se notan en una convivencia natural motivan su creación. Mediante convenios libres de coerción, somos quienes le fijan límites y objetivos a conseguir. Ello vuelve obligatorio que seamos cautelosos cuando precisemos sus atribuciones; las exageraciones pueden dañarnos gravemente. Al ampliarle las potestades, reducimos nuestra esfera de acción, perturbando la única soberanía que debe ser defendida con intransigencia. Recordemos que, para lograr las metas encargadas por los ciudadanos, aquél cuenta con la fuerza pública; en consecuencia, sus abusos son muy peligrosos.
En política, de acuerdo con Jonathan Wolff, un filósofo debe reflexionar acerca del balance correcto entre autonomía y autoridad. Resulta fundamental saber hasta dónde un gobernante puede actuar. Realizada esta delimitación, las arbitrariedades son percibidas sin problema. Las dudas al respecto facilitan la llegada de los abusos. Al menos entre personas que repelen el contacto con cretinos, discutir sobre las atribuciones de la Administración Pública en nuestras vidas será siempre beneficioso. Los territorios que se conquista para dicha del fisco, al margen de revelar desconfianza en el individuo, evidencian un retroceso manifiestamente censurable. Por supuesto, preconizar una intervención mínima es un deber que cabe cumplir entretanto se aspire a no ser siervo. La expansión de los sectores en donde no tiene lugar el arbitrio del funcionario es, con seguridad, un desafío que nos incumbe.
Considero que permitir el avance del poder estatal sobre la libertad de conciencia, pensamiento y expresión es inadmisible. La melopea del abuso que se hace de aquélla revela cuán falsa es una convicción democrática. Esta forma de gobierno se alimenta del debate que los hombres consuman. Vetar que se planteen ciertos temas, sin importar su clase, no merece nuestro respaldo. Yo me inclino por una exposición racional de los argumentos, exenta del mal gusto que nos acosa incesantemente; no obstante, en cuanto a su concepción, estimo que proteger las tonterías es también necesario. No compete al Estado penalizar las estupideces políticas, religiosas o raciales que, con variadas intenciones, sean pregonadas por los sujetos. Una sociedad que sea madura debe excluir a esos idiotas sin incidir en suplicaciones administrativas.
Cuando la burocracia decide regir los destinos de una unidad productiva, las desventuras no demoran en presentarse. No cambia nada si afirman que se buscará algo tan ambiguo como la justicia social. Antes y después de terminar con la competencia, pues ésta es su máxima pretensión, las compañías del Estado nos brindarán siempre lo peor. Son innumerables las catástrofes que se dieron en ese campo, por lo cual los nuevos intentos revelan una pavorosa estulticia. A propósito, prefiero un empresario inepto, pero capaz de financiar sus propios fracasos, a una aventura del Estado en la que se malgasten recursos aportados por todos los ciudadanos. La subvención de proyectos tan patrioteros cuanto inviables es un ataque al individuo que, como muchos mortales, nunca imaginó contribuir a esos disparates del izquierdismo.
El autor es escritor, político y abogado.
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