El Salvador: Tiempo de cambiar para cambiar al país
En muchos artículos anteriores he hablado del problema político más importante que nos aqueja ahora: la captura del sistema político por grupos que en vez de trabajar por el pueblo operan para maximizar el beneficio que sacan de sus posiciones. En ellos he insistido en que el pueblo no puede culpar de este estado de cosas más que a sí mismo. Nosotros hemos permitido que esto pase, y sólo si todos actuamos podremos evitar que siga pasando.
Una de las características del comportamiento salvadoreño que nos han llevado a este estado de cosas es la casi total ausencia de discusión política que hay en El Salvador. Es muy raro escuchar hechos y argumentos a favor de una política o de una decisión. Lo que se escucha son insultos–tales como idiota, estúpido e imbécil pero en versiones no imprimibles– y acusaciones de cosas que frecuentemente no tienen que ver nada con el tema, tales como que la persona que promueve una idea se ha metido con alguien más, o hasta que ha hablado mal de otros.
Ciertamente que es válido evaluar la calidad moral e intelectual de una persona, pero cuando esta persona está ocupando un puesto público o está compitiendo para ocuparlo, porque esta calidad será fundamental en el desempeño de esa posición. Pero esta evaluación no debe de hacerse con insultos –un insulto no evalúa, sólo denigra al que lo emite–, sino con hechos que permitan a los demás evaluar ellos mismos la personalidad del funcionario o del candidato. Y por supuesto, insultar o acusar no es válido para determinar si una idea es buena o mala, y mucho menos cuando insultos y acusaciones, no razonamientos, son lo único que se produce para contrarrestar o apoyar una idea.
Este gusto salvadoreño por los insultos no sólo es disgustante. Es autodestructivo porque genera un ambiente que favorece el asalto al poder de los que son eficientes en generar no ideas sino sólo insultos y calumnias. El enfrentamiento político, que debería ser una fuente de desarrollo de la democracia del país, se distorsiona de ser un debate abierto de los problemas del país y de las opciones para resolverlas a un intercambio de insultos para descalificar al adversario. Se vuelve un escenario propicio para la expresión solapada de envidias y resentimientos, directamente o a través de anónimos. Al final terminamos con políticos que pueden insultar y denigrar pero que no pueden analizar una sola idea, mucho menos producirla. Que no nos extrañe entonces que así sean los que nos gobiernan.
No es que no haya mejor gente que ellos entre nuestra población. Es que los escogemos especialmente así al prestar atención a sus insultos y al celebrar sus vulgaridades, pensando que un debate lo gana el que insulta más al adversario, no el que propone mejores ideas. Muchas veces he oído que alguien destruyó a otro en la televisión y al ver la grabación del programa me he dado cuenta de que el que decían que destruyó al otro en realidad se destruyó a sí mismo al no hacer nada más que insultar.
Todo esto erosiona la moral y la autoestima del país porque en el fondo todos sabemos que este juego de insultos es sucio, y que vuelve al país vulnerable a razonamientos destructivos como "si todos somos sinvergüenzas, qué importa que nos gobiernen sinvergüenzas". Nada mejor para los sinvergüenzas porque baja a todos los demás a su altura. Elimina la desventaja que ellos tienen con respecto a la gente honesta. El país que vive y goza de la suciedad se vuelve sucio, y se gobierna suciamente.
Esto debe cambiar. El Salvador se merece que sus problemas se discutan con argumentos, no con suciedades. Exijamos razonamientos, no nos prestemos a celebrar y menos a transmitir insultos y ataques personales, y hagamos sentir vergüenza a los que los originan y trasmiten.
El autor es Master en Economía, Northwestern University y columnista de El Diario de Hoy.
- 28 de diciembre, 2009
- 28 de marzo, 2016
- 29 de mayo, 2015
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