El rompecabezas latinoamericano tras las Malvinas
Treinta años después, la Guerra de las Malvinas se ha vuelto a incrustar en el imaginario latinoamericano. No pasa una semana sin que un hecho -una declaración, una toma de posición, un incidente bilateral- no muestre hasta qué punto Buenos Aires ha logrado instalar su entredicho con el Reino Unido en la agenda sudamericana. El último episodio fue el rifirrafe de Lima con Londres tras la decisión de impedir el anclaje en el Perú de una fragata británica, la HMS Montrose, a la que previamente se había dado lo que el Reino Unido había interpretado como una autorización formal.
Pues bien: el eterno conflicto de las Malvinas sirve para comprobar la transformación política que se ha producido en Sudamérica desde 1982, es decir, cómo ha cambiado el escenario en función de las posturas que los distintos países adoptaron entonces y adoptan hoy con respecto a las islas.
Hace 30 años, la región sudamericana estaba dividida entre dictaduras militares de derecha y gobiernos democráticos; hoy lo está, aunque la diplomacia regional haga esfuerzos por soslayar estas diferencias, entre un grupo de gobiernos de izquierda populista que desafía a la democracia frontalmente y un conjunto de repúblicas gobernadas desde la centroderecha o la centroizquierda que el mundo ve con creciente respeto. En 1982, además de la propia Argentina, estaban en manos militares nada menos que Brasil, el peso pesado de la región, Chile, Uruguay, Bolivia y Paraguay, conjunto de aliados -unos bastante más, otros menos- a los que la causa anticomunista había llevado a coordinar estrechamente sus políticas represivas. Hoy, están en sólida alianza, desde el populismo de izquierda, Venezuela, Bolivia y Ecuador, mientras que Argentina mantiene una posición cercana, pero no totalmente confundida con estos países.
A primera vista, esto supondría una línea divisoria muy sencilla de determinar: en 1982, lo natural era que los regímenes militares apoyaran la invasión de Leopoldo Galtieri y en 2012, que los gobiernos populistas llevaran la voz cantante en el reclamo argentino planteado contra el Reino Unido en distintos foros, incluyendo Naciones Unidas. Pero las cosas nunca son tan claras en diplomacia, donde prima el principio, expresado por Lord Palmerston (y no por de Gaulle, como erróneamente se cree), de que los países no tienen amigos, sólo intereses. Además, el hecho de que el Tratado Inter-Americano de Asistencia Recíproca estableciera que era obligación salir en ayuda de un país de la región si era atacado permitía diversas interpretaciones. Siendo Argentina el atacante, era muy discutible si se aplicaba o no este tratado a la Guerra de las Malvinas.
El caso más notorio de disidencia, por supuesto, es el chileno. La dictadura de Augusto Pinochet mantenía relaciones tensas con la de Argentina: en 1978 ambos países habían estado a punto de ir a la guerra. Santiago temía que si Galtieri lograba apoderarse de las Malvinas el siguiente paso sería dar el zarpazo a las islas del Beagle (Lennox, Picton, Nueva). Había, además, estrechas relaciones históricas con el Reino Unido y, aunque cada vez menos, una cercanía a Estados Unidos, gobernado por Ronald Reagan. Esto último, en un contexto de creciente enfrentamiento interno entre halcones como Jeane Kirkpatrick, embajadora ante la ONU y firme defensora de la idea de que el anticomunismo justificaba la estrecha colaboración con militares sudamericanos, y Alexander Haig, secretario de Estado crecientemente incómodo con esta tesis.
Como se sabe, Chile optó por respaldar al Reino Unido. A cambio de buenas condiciones para la adquisición de armas a las que tenía difícil acceso en aquel momento (especialmente los jets Hawker Hunter), el régimen de Pinochet otorgó a Londres información importantísima sobre los movimientos de tropas argentinas en la Patagonia y en la zona del conflicto, así como permisos de aterrizaje (aunque sobre esto último se mantiene una cierta neblina informativa).
¿Y cómo se comportaron los otros regímenes militares? El caso de Brasil, donde gobernada Joao Figueiredo, es interesante. Había un buen entendimiento con Argentina, pero la vieja rivalidad entre Brasilia y Buenos Aires, la obsesión brasileña por mantener una diplomacia independiente en la región y la preocupación por el riesgo de alejarse demasiado de las potencias occidentales de las que había estado cerca en nombre del anticomunismo hicieron que Figueiredo no cooperase con Argentina muy estrechamente. Además, había un factor interno: Brasil estaba en proceso -lento, contradictorio, pero real- de apertura. Figueiredo era partidario de la amnistía política y la creación de partidos tras el fracaso del experimento militar que había tratado de crear un bipartidismo dirigido desde el poder. Argentina, en cambio, estaba en una mentalidad de cerrazón política y huida hacia adelante.
Brasil sólo prestó un moderado apoyo retórico. Aunque negó el permiso a los cazas británicos para penetrar su espacio, permitió aterrizar a un bombardero que estaba en problemas (luego devolvió al piloto y a la nave a manos inglesas).
Uruguay es otro caso curioso. Su respaldo retórico no vino acompañado de medidas materiales. Apenas se permitió la participación de civiles voluntarios en la guerra; nunca se entregó material bélico ni se hizo amago alguno de participación directa del estamento militar, a pesar de que Gregorio Conrado Alvarez era un primo hermano ideológico de Galtieri. En Paraguay, Stroessner se limitó a un apoyo público, pero su limitada capacidad militar no hacía posible nada concreto, mientras que en Bolivia el caos que se vivía bajo el general Celso Torrelio, que había sido antes ministro de García Meza, el militar vinculado al narcotráfico, tampoco dio pie a nada muy notable.
También en el bando democrático hubo una clara división en función de los intereses nacionales, o al menos de cómo cada gobierno los interpretaba. Los casos más notorios fueron los de Colombia, donde Julio César Turbay se la jugó por el Reino Unido, aunque no en el grado del chileno Pinochet, y el Perú de Fernando Belaunde, que apostó crecientemente por Argentina a medida que su sonado plan de paz naufragaba. Esto, a pesar de que las coincidencias políticas entre Turbay y Belaunde, dos demócratas a la vieja usanza eran importantes: sus países constituían, además, el paradigma hacia el cual la región se iba lentamente moviendo (los gobierno militares estaban ya bastante deslegitimados y se hablaba de una inminente ola democratizadora).
En lo que hace al apoyo de Colombia al Reino Unido, primó en el ánimo de Turbay la difícil relación con Brasil, a quien Bogotá veía aliada a Buenos Aires, y la cercanía a Estados Unidos, cuyo respaldo para la lucha contra el narcotráfico empezaba a ser un tema central. En el Perú, el elemento clave para adoptar una postura contraria fue la vinculación entre el estamento militar peruano y el argentino: muchos oficiales peruanos se habían formado en escuelas argentinas, incluyendo nada menos que al entonces ministro de Defensa, el "gaucho" Luis Cisneros. El Perú vendió aviones Mirage MP-5 a Argentina a precio muy barato (que volaron desde Arequipa hasta el este de Buenos Aires) y algunos misiles. Los militares argentinos, sin embargo, no llegaron a hacer uso de este armamento.
Dato curioso: Venezuela, entonces gobernada por Luis Herrera Campins y uno de los pocos países que había logrado eludir la ola militar y de los años 70 gracias a los viejos acuerdos democráticos de Punto Fijo, se alineó con Argentina. Al igual que el Perú aunque en menor grado, vendió armas a Argentina a precio módico. Es uno de los pocos casos sudamericanos de país que ha mudado de régimen político en estos 30 años (pasando de la democracia plena al régimen populista autoritario) pero ha mantenido con respecto a las Malvinas la misma posición. Otro caso similar es el de Ecuador, donde en 1982 Osvaldo Hurtado respaldó a Argentina y donde hoy Rafael Correa pertenece al grupo más militantemente pro argentino en este asunto.
En 2012, el puzzle ha cambiado de un modo favorable a Argentina. Por lo pronto, hay un alineamiento ideológico o al menos político mucho mayor con Argentina en ciertos países clave. Brasil, cuyo gobierno está alejado del populismo argentino en política interna y mantiene, bajo Dilma Rousseff, una diplomacia más cuidadosa que la de Lula da Silva, sin embargo respalda firmemente a Argentina en lo que hace a las Malvinas. La centroizquierda brasileña mantiene una política de "juntos, pero no revueltos" con los países del Alba y es justamente en materias como ésta donde se permite enfatizar el "juntos" (el "no revueltos" se aplica a la política de buenas relaciones con Washington, bestia negra del Alba). Brasil fue clave en la decisión de Unasur (espacio de coordinación, ya que no exactamente integración, que no existía en 1982 y hoy pretende agrupar a la región sudamericana) de prohibir oficialmente que barcos con banderas de las Malvinas atraquen en puertos sudamericanos.
Con respecto a esto, sin embargo, hay que añadir que nunca llegó a adoptar oficialmente Unasur la decisión de no permitir que atraquen barcos con bandera británica. Esto ha llevado a algunos críticos a afirmar que el Perú se excedió -presionado por Argentina- al revertir la autorización al HMS Montrose.
La fuerte capacidad de concertación diplomática de los gobiernos de la izquierda sudamericana, y el hecho de que Brasil y Argentina, las dos "potencias" tradicionales de la región, estén juntos en esta posición, ha llevado a la centroderecha, por temor a quedar aislada, a alinearse con Buenos Aires. El caso más evidente es el de Sebastián Piñera, que no ha perdido ocasión de manifestar abiertamente esta postura y la ha acompañado de gestos como pedir discretamente a Reino Unido que el Montrose tampoco pase por Chile (manejó esto más discretamente que el Perú, con lo que se evitó un incidente diplomático: nunca hubo un desaire abierto a Londres). Colombia, que tiene relación menos directa con el asunto Malvinas que los países atlánticos, pero que es muy consciente del precio que pagó en la región por el apoyo de Turbay a Londres en 1982, también se ha alineado con la izquierda. No hacerlo supondría poner en riesgo la política de convivencia prudente que Juan Manuel Santos lleva a cabo respecto de Venezuela y en menor medida Ecuador desde el inicio de su mandato. El que Brasil (con el que la relación es todo lo buena que no era en 1982) se haya colocado en posición tan firme junto a Argentina, por lo demás, le quita opciones.
Así, tenemos una constatación obvia: la diplomacia regional -la de la región como ente colectivo- la fija la izquierda gracias a que las divisiones que se dan entre izquierda y centroizquierda, o entre populismo y centroizquierda, en política doméstica quedan de lado en ciertas materias internacionales. De allí que, aunque Brasil y el Perú de Ollanta Humala practican políticas muy distintas a las de Argentina o Venezuela y mantienen buenas reacciones con Estados Unidos, en estas cuestiones regionales se alinean con el eje populista. No hacerlo, a menos en el caso del Perú, que no es una potencia como Brasil, supondría un aislamiento complicado.
Dicho todo lo cual, hay que recordar que una cosa es lo que sucede en diplomacia en tiempos de paz y otra la que prevalece en tiempos de guerra. En el terrorífico caso de que se llegara a un conflicto bélico en las Malvinas, ¿se mantendría este consenso sudamericano? ¿O veríamos fisuras expresadas a través de iniciativas de paz neutrales, políticas de vista gorda o tomas de distancia abiertas con Buenos Aires por parte de algunos países? Yo sospecho que lo segundo, pero pondría las manos al fuego para sostener que ese conflicto no ocurrirá en el corto o mediano plazo. No existe ninguna posibilidad de que Cristina Kirchner, que es inteligente y sabe exactamente hasta dónde puede tomar riesgos para su permanencia en el poder, cometa el suicidio de invadir las Malvinas. Por otro lado, los recortes en materia de Defensa del Reino Unido y la crisis económica que sigue viviendo ese país no sugieren que hay un apetito voraz por provocar una costosa conflagración.
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