La democracia y la libertad (II)

El Imparcial, Madrid

(Parte I)

Decíamos la semana pasada que cuando se vacía a la democracia de toda connotación que no sea la relativa a una legitimidad de origen se corre el riesgo de que lentamente se vayan perdiendo libertades que, de otro modo, se verían mejor preservadas por la vigencia de una serie de garantías y arreglos institucionales que completasen aquella legitimidad.

Se trata desde luego de las libertades que tantas constituciones admiten como inalienables e imprescriptibles y cuyo desconocimiento por parte de regímenes formalmente no autoritarios, surgidos del sufragio del pueblo, resulta cuando menos anacrónica. En particular, las libertades de pensamiento y de expresión (esta última correlativa de la primera) son tan prioritarias que parece difícil imaginar que las otras puedan perdurar por largo tiempo en su ausencia. Antes bien, la libertad religiosa y la de asociación, el goce de la propiedad, la posibilidad de ejercer una industria lícita, el derecho de huelga, etc., presuponen, me parece, el respeto por la libre opinión que no reconocen los partidarios de la uniformidad y el pensamiento único.

La reflexión viene a cuento porque a las crecientes e inverosímiles trabas que el gobierno argentino viene poniendo a las importaciones de cualquier rubro y que, además de entorpecer la producción y el consumo local, nos malquistan con el mundo, se sumó últimamente el freno impuesto al ingreso de libros y a su compra por Internet, medida absurda, irritante y oscurantista que será fácilmente sorteada por quienes, gracias al avance de la tecnología, puedan acceder a un E-book, pero que no dejará de afectar a muchos estudiantes, profesores, investigadores, libreros, bibliotecas y, al cabo, al lector medio y a la cultura misma de un país que supo abrirse al mundo con afán de conocimiento y progreso pero que hoy, para desdicha tan solo nuestra, pone doble llave a sus cerrojos envuelto en un solipsismo incomprensible.