Si Cristina no dice la verdad, ¿miente o se miente?
Fueron tales las exageraciones y las omisiones de la Presidenta en su presentación ante el Congreso del último jueves que, después de escucharla durante tres horas y diecisiete minutos, nos queda una sola pregunta que no por solitaria deja de ser fundamental. Esta pregunta es la siguiente: ¿cree Cristina, verdaderamente, en lo que dijo? La minuciosa argumentación que nos transmitió el jueves, ¿refleja su auténtico pensamiento o es, apenas, un elaborado intento de manipulación?
A partir de aquí el dilema que presenta la interpretación del discurso presidencial se abre en dirección de dos tesis contrapuestas. Si la Presidenta nos ha querido manipular mediante un elaborado "relato", lo suyo sería negativo y positivo al mismo tiempo. Tendría rasgos moralmente negativos porque está prohibido mentirle al pueblo. Pero esta misma doblez sería políticamente remediable porque, si la Presidenta distorsionó deliberadamente la realidad en su mensaje, nos quedaría la esperanza de que, conociendo íntimamente las fallas de su política que omitió blanquear, esté pensando por lo bajo en ocuparse de ellas cuando le llegue el momento.
Varios pasajes de su discurso podrían apuntar en esta dirección. Si bien parecía encaminada a "castigar" a sus ex amigos de YPF, a último momento y por gestión del rey de España puso un freno que también podría anunciar un intento de revisión de la catastrófica política petrolera que nos ha puesto al borde de la anemia energética.
También debe anotarse en esta breve lista de las posibles omisiones voluntarias de Cristina el hecho de que esta vez no insistió en repetir las mentiras estadísticas del Indec y recurrió una y otra vez a las estadísticas más creíbles, aunque las haya juzgado odiosas desde 2003, del Fondo Monetario Internacional. Otro rasgo de renuente realismo que debe subrayarse es que, pese a que sigue señalando al Reino Unido como el único culpable sobre las islas Malvinas y su ministra de Industria, Débora Giogi, creyendo que la halagaba, pretendió boicotearlo, la Presidenta anticipó el deseo de que haya vuelos directos entre Buenos Aires y Puerto Argentino, una iniciativa que, aunque fue rechazada de inmediato por el gobierno británico, también apunta en dirección de la única vía que nos queda para recuperar las islas en el largo plazo: reanudar las relaciones entre la Argentina y los isleños. Esta es la vía que acaba de aconsejar, por otra parte, un prestigioso grupo de intelectuales con Santiago Kovadloff a la cabeza.
¿Podría ocurrir entonces que, por debajo del relato oficial en temas tan importantes como el petróleo y las islas, a los que podría sumarse hasta el disparate de proclamar que "el corralito" de hace diez años fue el verdadero culpable de la tragedia de Once, asomen tímidamente ahora, al ser reconocidos, aunque sean deformados desde el estrado presidencial, algunos atisbos de rectificación? Si el Gobierno asume ahora aquella tragedia como un componente innegable de la realidad, tarde o temprano se sentirá obligado a hacer algo para que no se repita.
Sobre el fanatismo
También podría ocurrir, para seguir con esta línea de razonamiento, que la Presidenta, aun cuando ya haya advertido los errores más gruesos de su política, no se anime a ventilarlos por la presión del amplio grupo de militantes fanatizados que ella misma ha alimentado, desde Moreno hasta La Cámpora. Tanto en esta hipótesis como en las anteriores, lo malo es que mostrarían a Cristina como una gobernante maquiavélica, que ya sabe lo que pasa, pero aún no se anima a enfrentar el costo político que le exigiría una necesaria rectificación. ¿Es mejor suponer, al contrario, que la Presidenta cree sinceramente en su propio "modelo"?
Sería mejor, otra vez, moral, pero no políticamente. Si Cristina sigue todavía encandilada por sus propias palabras, si ella misma ha comprado lo que vende, ¿podríamos rescatar su sinceridad, pero a costa del agravamiento, de la "profundización" de un curso de acción que está llevando al país a la escasez, la fuga de capitales y la inflación? Pero un maquiavelista nos diría aquí que la misión de los gobernantes no es salvar su alma, sino al país, como lo hizo Arturo Frondizi cuando, contradiciéndose a sí mismo, abrió el camino del autoabastecimiento energético que ahora estamos perdiendo, aun al precio de su propia credibilidad.
Esta segunda hipótesis, "antifrondizista", de la autenticidad aun errada del gobernante, salvaría en todo caso la conciencia presidencial, pero a cambio de los gruesos errores de los que la Presidenta nunca habla y que podrían agravarse a partir de ahora con el otorgamiento de la luz verde al Banco Central para que emita ya sin ningún freno, y con la ex Ciccone Calcográfica de un favorito del vicepresidente Boudou mediante, con el empapelamiento final de la República.
Diversas razones llevan a los pesimistas sobre la futura conducta de Cristina a suponer que su discurso, en lugar de una manipulación maquiavélica, es auténtico y final. Cabe agregar entonces a las razones que esgrimen los pesimistas el hecho innegable de que Cristina, cuando habla, sólo emplea el monólogo autorreferencial porque ningún periodista y ningún opositor pueden interpelarla. El monólogo sin excepciones, el relato sin disidencias, ¿puede conducir a la verdad?
Cuando se atrevió a compararse con Napoleón el jueves porque aspira, como él, a reformar nuestro Código Civil; cuando puso a su período de gobierno por encima de todos los períodos anteriores de nuestra historia y de todos los países latinoamericanos, incluido Brasil; cuando sólo admitió como estadísticamente superiores a China y la India, ¿no se estaba encerrando Cristina en una visión narcisista de la realidad? Si éste fuera el caso, ¿de qué nos serviría suponer que esta desmesurada autoexaltación, pese a todo, es sincera? Tanto ella como sus seguidores y hasta muchos de sus opositores ¿no están todavía bajo el embrujo emocional de la "cifra mágica" del 54 por ciento?
La encrucijada
Decía Maquiavelo que el éxito del príncipe depende de dos factores: la virtú o capacidad, y la fortuna o lo que Ortega y Gasset llamaría "la circunstancia". Pero también decía que la mayor prueba para el príncipe se presenta cuando cambia la "fortuna", cuando gira la circunstancia, porque, acostumbrado como está a tener éxito mediante el método que ya no le sirve, se apega a él por acostumbramiento. El cambio de la fortuna es, por eso, la encrucijada de los gobernantes otrora exitosos. ¿Es ésta, acaso, la situación de Cristina?
¿Está la Presidenta frente al giro de la fortuna? Sus aplaudidores, sus protegidos, esperan que no cambie para seguir pegados al dogma o a sus pequeños intereses. ¿No les ha ido hasta ahora extraordinariamente bien por no cambiar? ¿Le iría igualmente bien a Cristina si ella, de aquí en adelante, tampoco cambiara? Los fanáticos y los aprovechados, por supuesto, la siguen aplaudiendo sin cesar, ya sea en nombre de los ideales que confiesan o al impulso de los intereses que no confiesan. Pero la "fortuna", igualmente, está cambiando. El "viento de cola" ha amainado. El país no crecerá este año al diez, sino al dos por ciento. Los subsidios se están agotando. La plata del consumismo populista ya no alcanza. Las necesarias inversiones todavía no se anuncian. ¿Le ha llegado entonces a Cristina la hora de adaptarse al giro de la fortuna? ¿Está o no está en la encrucijada? Deberá decidirse. ¿Con quién podrá contar para hacerlo? En última instancia con nadie porque al poder ilimitado lo acompaña, invariablemente, la soledad.
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