Los comprometidos tribunales de Colombia
The Wall Street Journal Americas
Los combatientes estadounidenses en la guerra contra las drogas señalan a Colombia como un ejemplo de éxito en la batalla contra las redes criminales del narcotráfico. Los colombianos, sin embargo, conocen el tema más a fondo.
En una carta fechada el 1 de diciembre y dirigida a la presidenta de la Comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Ileana Ros-Lehtinen, Enrique Gómez Hurtado, miembro del Partido Conservador y ex presidente del Senado de Colombia, y Rafael Nieto Navia, ex magistrado de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y del Tribunal Penal Internacional para Yugoslavia y Ruanda, advertían que la paz relativa alcanzada en Colombia en los últimos años no es segura.
Una "gran preocupación", escribieron Gómez y Nieto, es "el resurgimiento" del narcoterrorismo por parte de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las bandas criminales. Dicen además que el secuestro es cada vez mayor, la extorsión y los ataques continúan, los pueblos y ciudades son acosados, y los niños son asesinados o reclutados a la fuerza por los rebeldes.
¿Por qué los delincuentes todavía tienen el espacio que necesitan para funcionar? Una posible respuesta es el segundo fenómeno que Gómez y Nieto describen como "el deterioro del sistema de justicia". No es un accidente, afirman los autores de la carta: "Levantamos la voz de alarma para advertir sobre la infiltración de agentes [del narcoterrorismo] en nuestro sistema judicial, así como en [organizaciones no gubernamentales] donde bajo el disfraz de la defensa de los derechos humanos apoyan acciones para atacar a las instituciones democráticas".
Son acusaciones extraordinarias y no se hacen sin ofrecer ejemplos de lo que parecen ser claros errores judiciales. "Un caso emblemático" que mencionan es la condena de dos oficiales del ejército por el delito de desaparición forzada en el rescate de rehenes del Palacio de Justicia en Bogotá, en 1985. Gómez y Nieto no resumen el caso en su carta, pero vale la pena revisarlo.
El infame asedio al Palacio de Justicia por parte del grupo guerrillero de izquierda conocido como el M-19 fue un esfuerzo, en nombre del narcotraficante Pablo Escobar, para obligar a la Corte Suprema de Justicia a dictaminar que la extradición era inconstitucional. Los rebeldes violaron la seguridad mediante la muerte de dos guardias y tomaron el control del edificio. Los militares irrumpieron en el lugar y lograron rescatar a más de 200 personas. Los guerrilleros, no obstante, tomaron rehenes y prendieron fuego para destruir documentos de la corte. Al fin de cuentas, murieron todos los rebeldes y entre 40 y 50 rehenes, cuyos cuerpos fueron quemados al punto de volverse irreconocibles. Once personas nunca aparecieron.
El comandante de brigada del ejército Jesús Armando Arias, y el oficial a cargo de uno de los batallones que se dirigieron al palacio, el coronel Alfonso Plazas, fueron catalogados como héroes luego de la masacre. Un tribunal investigó el caso en 1986 y culpó de la carnicería al M-19.
La izquierda no se dio por vencida. Más adelante, dos declaraciones juramentadas por separado fueron usadas para acusar al ejército en la desaparición de las 11 personas cuyos restos no fueron encontrados. La primera declaración jurada notarizada, presentada por el ex policía Ricardo Gámez en 1989, fue desechada cuando se supo que no había estado en el edificio durante la crisis y no podría haber sido testigo. El documento fraudulento había sido llevado ante el fiscal por un sacerdote jesuita muy conocido por sus acusaciones contra el ejército y sus políticas de izquierda. Ni Gámez ni el sacerdote enfrentaron consecuencia alguna por su papel en el asunto.
En 2007, otra declaración juramentada supuestamente firmada por el cabo Edgar Villamizar fue utilizada para poner al coronel Plazas en prisión y luego condenarlo. El general Arias fue encontrado culpable por asociación. Sin embargo, durante el proceso de apelación, Villamizar salió a decir que él no estuvo en el edificio aquel día y los investigadores reconocieron que la firma en la declaración juramentada no era la suya. De todos modos, un tribunal compuesto por tres jueces en Bogotá determinó el mes pasado, por dos votos contra uno, que la condena debía mantenerse.
Difícilmente se trata de un caso aislado. Cientos de uniformados colombianos han sido condenados sobre la base de testimonios poco confiables aceptados por los tribunales.
En otra noticia reciente, la fiscal general de la nación, Viviane Morales, volvió a casarse con su ex marido Carlos Alonso Lucio, quien resultó ser un antiguo miembro del M-19 y ex asesor tanto del ELN como de los paramilitares. Estaba en la cárcel la primera vez que se casaron. En otras palabras, el marido de la fiscal general ha pasado años relacionándose con el tipo de gente que se supone que su esposa tiene que investigar. Uno se pregunta cómo los estadounidenses hubieran reaccionado si Mabel Walker Willebrandt, la asistente del fiscal general de EE.UU. durante la ley seca, se hubiera casado con Al Capone.. Las solicitudes de comentarios al gobierno colombiano, realizadas a través de su embajada en Washington, no tuvieron respuesta.
Fue el máximo tribunal de Colombia el que eligió a Morales como fiscal general, a partir de una lista de candidatos presentada por el presidente Juan Manuel Santos. Ese tribunal ha tomado otras decisiones difíciles de comprender, como la que dice que las pruebas provenientes de las computadoras del líder de las FARC, Raúl Reyes, incautadas durante una redada en 2008 no pueden ser admitidas en un tribunal.
Si el sistema judicial colombiano ha sido infiltrado por delincuentes, como sugieren Gómez y Nieto, el país no ha ganado ninguna parte de la guerra contra las drogas. Los terroristas sólo han cambiado de trinchera.
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