Caballo de guerra
El País, Madrid
Es posible representar en un escenario la espantosa carnicería de la
Primera Guerra Mundial, con sus 20 millones de muertos, sus soldados
asfixiados por los gases de mostaza en trincheras llenas de barro, sapos
y ratas, y los pueblos, aldeas y familias destruidos por los obuses,
incendios y el odio vesánico de los contendientes?
Es perfectamente posible, a condición de contar con el talento
artístico y la infraestructura dramática indispensables. La prueba de
ello es War Horse (Caballo de guerra), el gran éxito
de esta temporada teatral en Nueva York, que presenta cada noche ante
auditorios compactos y delirantes el Vivian Beaumont del Lincoln Center
Theater.
La obra está basada en la novela del mismo nombre de Michael
Morpurgo, un escritor inglés de origen belga, conocido hasta ahora sobre
todo por sus libros de cuentos para niños. Fue adaptada al teatro por
Nick Stafford y se estrenó y dio en Londres en el National Theatre con
éxito semejante al que luego ha alcanzado en los Estados Unidos. El
entusiasmo de los espectadores está más que justificado: War Horse
es un espectáculo extraordinario que mantiene en estado de trance a su
público las dos horas y media que dura, sumergiéndolo en los horrores de
aquella contienda, en la que participaron dos docenas de países y que
cambió la faz de Europa. Las escenas se suceden a ritmo de vértigo, cada
una más sorprendente y atrevida que la anterior, y es difícil decidir
qué es más digno de aplauso en lo que vemos, si la destreza y perfecta
interacción de las masas de actores (que parecen multiplicarse como
células cancerosas en sus acrobáticas evoluciones) o el llamativo
despliegue de la tecnología en los decorados, las luces, el vestuario y
la música. La historia circula por ambientes diversos, del frente de
batalla y los combatientes a la retaguardia civil, de hogares deshechos,
muchedumbres de desplazados, pueblos desiertos, sobrevivientes
hambrientos y nubes de huérfanos.
Un gran espectáculo no tiene por qué ser al mismo tiempo una gran obra de teatro y Caballo de guerra
no lo es. Nunca traspasa la superficie de la guerra y sus estragos, no
hay en ella personajes individuales que descuellen ni un conflicto en el
que se trasluzcan los temas neurálgicos de la condición humana,
aquellos sótanos enigmáticos de la existencia cotidiana de hombres y
mujeres. Sus actores son grupos gregarios, estereotipos, símbolos,
figuras sin alma, comparsas, dotados todos ellos, eso sí, de una notable
capacidad mutante, danzarines y acróbatas a la vez que comediantes, que
se desdoblan y triplican y encarnan, cada uno, dos, tres, diez papeles
diferentes, en ese carrusel desbocado que parece el tiempo en esta
historia.
No podría ser de otra manera, pues los personajes centrales de la
obra no son seres humanos, sino los caballos, en especial un noble
cuadrúpedo llamado Joey por sus amos, cuya peripecia vital
seguimos desde que es un joven potrillo arisco y caprichoso, simpático y
querible, hasta que, años más tarde, hecho una ruina física pero
indoblegable en su voluntad de vivir, retorna a la campiña de suaves
colinas de Dover en la que se crió, luego de haber sobrevivido
milagrosamente a los atroces cuatro años de guerra que padeció casi
siempre en los lugares de mayor peligro.
No conozco la novela de Michael Morpurgo en que está basada la obra,
pero no hay duda que es ingeniosa y audaz la perspectiva que eligió su
autor para presentar este alucinante documental sobre las atrocidades de
la Gran Guerra: la mirada de un caballo. Fue la última conflagración en
la que los caballos participaron de manera masiva. Murieron unos ocho
millones de ellos, arrastrando cañones y ambulancias, llevando y
trayendo tropas, alimentos, heridos y cadáveres, o en cargas
disparatadas de los regimientos montados en las que terminaban enredados
y desangrándose en las alambradas antes de volar en pedazos por efecto
de las explosiones. Del millón de caballos ingleses que fueron al frente
sólo regresaron a la isla unos 62.000.
En los últimos meses de la guerra apareció el nuevo animal que
reemplazaría al caballo en los futuros conflictos, un cuadrúpedo de
acero y orugas en vez de patas, tan feo, macizo y destructivo como su
denso nombre: el tanque.
Los caballos que aparecen en el espectáculo son hermosos y enormes,
poseídos de una vitalidad conmovedora, más tiernos y sensibles que esos
pobres soldaditos que se entrematan a su alrededor en la vorágine
incompresible y feroz a la que han sido acarreados. Los cuadrúpedos
enfrentan su destino con resignación y cumplen sus deberes hasta el
último aliento, sin perder nunca la dignidad. Son de madera y han sido
construidos por una compañía sudafricana, la Handspring Puppet Company,
fundada por Adrian Kohler y Basil Jones, los artífices de esas escenas
milagrosas en que los caballos galopan, saltan, hacen extraños, se
desploman o vuelan al compás de las peripecias de la historia. Uno tiene
la impresión de que, en algún momento, esas estructuras de madera se
transustancian en caballos de verdad, y que los tres o cuatro
marionetistas que los manipulan desaparecen, absorbidos por la magia del
teatro, y por eso se llenan de lágrimas los ojos de los espectadores
cuando los infelices y heroicos animales se desmoronan, alcanzados por
los proyectiles, o son sacrificados para salvar de la inanición a los
soldados.
Cuando uno ve una obra como ésta, que lo maravilla por su riqueza
plástica, por la excelencia de su factura, por sus audacias, sorpresas y
la genialidad de su hechura, tal vez sea una mezquina injusticia
preguntarse si el teatro del futuro inmediato se irá acercando cada vez
más a la feérica naturaleza de War Horse y pareciéndose cada
vez menos al teatro tradicional, aquel en el que eran las palabras, las
acciones y los sentimientos la razón de ser del espectáculo, lo que lo
justificaba o hundía. Porque en esa maravilla que es Caballo de guerra
el espectáculo es tan prodigioso y autosuficiente que la anécdota, los
parlamentos, las pasiones y emociones se han convertido en un mero
pretexto para la representación, de modo que no es abusivo decir de ella
que, siendo todo lo magnífica que es, está más cerca del Cirque du
Soleil que, digamos, de la mejor producción concebible de una pieza de
Shakespeare, Ibsen o Valle-Inclán.
La pasé fantásticamente bien viendo War Horse, pero, al
salir a enfrentarme al viento neoyorquino, me asaltó de pronto la
sospecha angustiosa de que, dadas las tendencias de la cultura en
nuestros días, el teatro podría convertirse tarde o temprano en eso,
sólo en eso.
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