Colombia y la corrupción: El dedo en la llaga
El Tiempo, Bogotá
En este dichoso país nuestro, leyes diseñadas con las mejores intenciones a veces no casan con la realidad. ¿Un ejemplo? Nada más justo, en principio, que entregar regalías a departamentos y municipios donde se encuentran yacimientos de petróleo, carbón o metales a fin de atender necesidades básicas o insatisfechas como la salud o la educación. Pero la realidad es que casi siempre esos recursos son mal administrados por gobernadores o alcaldes incompetentes o deshonestos. Lo ha revelado muy bien nuestro colega Mauricio Gómez.
El mal anida en nuestro mundo político. ¿Problema de siempre? No creo. Nuestros partidos no son los mismos de antes, con perfiles ideológicos bien definidos y opuestos, con dirigentes y tribunos de muy alto nivel: un Laureano Gómez o los Leopardos en el Partido Conservador; o un López Pumarejo, un Eduardo Santos, un Lleras Camargo, un Lleras Restrepo o un Jorge Eliécer Gaitán en el Partido Liberal. A la sombra de estas figuras se construían carreras políticas. Las masas seguían a sus líderes nacionales o regionales movidas por una ancestral pasión. Peligrosa, claro, porque podía albergar gérmenes de violencia.
El Frente Nacional acabó para siempre la violencia partidista, pero -al repartir por mitad, durante 16 años, el poder entre los dos partidos- introdujo entre nosotros el clientelismo. Desaparecida la vieja pasión que los movía a las urnas, los electores rasos empezaron a esperar algún beneficio inmediato por su voto. "Muy bonito su discurso, doctor, y pa' yo qué?", le decía un campesino boyacense a mi cuñado, Germán Riaño Cano, un honesto e inteligente dirigente galanista incapaz de este tipo de tratos. Pero la verdad es que el dinero se convirtió en el principal elector. "Con menos de dos mil millones de pesos no saco adelante mi curul de senador", me decía alguna vez un amigo de la Costa. ¿De dónde salía ese dinero? De todas partes, empezando por ricos empresarios. Algo esperaban a cambio de su aporte.
Con valiosas excepciones, desde luego, el político nuestro es hoy ante todo un cazador de votos movido por un apetito de poder en beneficio propio. Los partidos les sirven de paraguas a sus ambiciones. Agrupan a los cazadores. Y estos, cuando llegan al Congreso, a una gobernación o una alcaldía, tienen el compromiso de compartir cuotas burocráticas. Y ahí queda sembrada la semilla de la corrupción porque no pocas veces los puestos en la administración implican el manejo de recursos, y estos despiertan la tentación de servirse de ellos en beneficio personal.
De esta manera se corroe el Estado. Y aunque sean muy honestos el Presidente y sus ministros, en los sótanos de la administración empiezan a estallar los escándalos que hemos visto. El mal de algún modo se anida en un mundo político cada vez más distanciado de la sociedad civil. Cuando esta interviene, cansada de escándalos, como ahora ocurre en Bogotá, podemos disponer de un lujoso abanico de candidatos a la Alcaldía. Pero en muchas regiones todo depende de los cazadores de votos.
¿Solución? O bien la aparición de jóvenes figuras renovadoras en nuestro panorama político como un David Luna, una Gina Parody o un Carlos Fernando Galán, o la creación de partidos ajenos al clientelismo como ocurrió en un momento dado con el Partido Verde, luego malogrado por los disparates del profesor Mockus. Si no se depura la política, corremos el riesgo de que el día de mañana hagamos una apuesta a ciegas en torno a un líder ajeno al mundo político, como ocurrió en Venezuela, Ecuador o Bolivia con los malos resultados allí conocidos.
No bastan bonitas leyes para purificar el panorama. Si queremos poner el dedo en la llaga de la corrupción, debemos darle otra dimensión a nuestra vida política.
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