Democracia ascendente y corporativismo
En aras de resolver el inmovilismo social y la deficiente participación política del ciudadano medio en aquellas decisiones que más le afectan, dos son las opciones colectivistas más comunes.
En primer lugar, la alternativa tecnocrática. Su modelo de cosa pública pretende la limitación de la política mediante el diseño de una administración total. La política no desaparece, sino que cede ante el burocratismo, que absorbe la práctica totalidad de las decisiones, sometiéndolas a un proceso reglamentado donde la jerarquización formal distribuye potestades entre los agentes que, directamente, aplican directrices y normas predefinidas. Con la tecnocracia se considera posible evitar cualquier tipo de corporativismo que no sea el propio e interno de la estructura administrativa que dirige lo social.
En segundo lugar aparece la opción participativa, de democracia ascendente, donde el individuo se convierte al mismo tiempo en elector y elegido o, lo que es igual, agente activo tanto en la discusión como en la toma de decisiones. Democracia que se extiende a todos los ámbitos de lo social. Este principio democrático, alejado del patrón estrictamente representativo, donde cada institución obtiene entidad, personalidad y voluntad propias a través de órganos ejecutivos y parlamentos limitados, convierte la toma de decisiones en un catatónico juego asambleario. En su versión pura, desaparecen las instituciones jurídicas o económicas que reconozcan dominios privativos, tratando de someter el ejercicio de cualquier comisariado al control de una o varias asambleas, dentro del sistema más amplio, ecuménico y absoluto que las incluye, de lo cual se presume la formación de una voluntad general sin mácula particularista.
El resultado que causa la implantación de estas dos opciones termina revelándose manifiestamente opuesto a los valores y objetivos que originariamente fueron pretendidos. Nicola Matteucci (El Estado Moderno, léxico y exploraciones) identifica tres consecuencias inmediatas: inmovilismo, ineficiencia y corporativismo.
Quizá sea en la primera de las dos alternativas donde con mayor claridad se nos presenten estos vicios. Un Estado burocrático, de la forma que lo define L.v. Mises, impide a los individuos generar información y conocimiento que sirva para mejorar la coordinación social en aquellas parcelas que se hallen más intervenidas y reguladas. El burocratismo se transforma en un corporativismo dual: desde dentro, los burócratas se comportan y agrupan más allá de la atención de los intereses comunes que se presumen unidos al ejercicio de sus funciones, en defensa exclusiva de intereses compartidos; desde fuera, cada sector del mercado, empresa o sindicato, para sobrevivir, debe practicar cierta influencia o cooperación con el órgano o directorio que decida sobre lo suyo, generando así un comportamiento corporativo entremezclado con la ya de por sí quebradiza y corruptible burocracia.
En el sueño pan-participativo, de democracia total y ascendente, donde la política acaba impregnándolo y engulléndolo todo, el inmovilismo se convierte en el primer problema que hace peligrar su mera subsistencia. La ineficacia de las decisiones y la anulación de la fuerza compositiva exigen a los promotores más diligentes un esfuerzo de racionalización organizativa. La descentralización, territorial y material, o la formación de talleres, comités y portavocías debilitan el sueño asambleario, al tiempo que generan partidos de valores e intereses específicos que surgen en cada ámbito de reunión o actividad social, representando, sin quererlo, necesidades y querencias parciales.
Así, la democracia autogestionada, necesariamente descentralizada, conduce al corporativismo. La multiplicación asamblearia hará desaparecer la opinión pública, perjudicando a su vez la identificación de una voluntad general atribuible a la comunidad política. No habrá mercado, como tampoco libertad individual, ya que cada individuo será adscrito a una o varias asambleas y, consecuentemente, la no participación equivaldrá a la anulación de la personalidad, ya que sólo se es agente social en términos estrictamente políticos, y nunca solamente económicos, religiosos o culturales.
El corporativismo es el único destino cierto de las dos alternativas que se nos plantean desde el colectivismo. El Estado que ahora asumimos posee elementos procedentes de ambos extremos. Si bien es cierto que su continuidad y su sostenibilidad, en términos de eficiencia y dinamismo, dependen de la intensidad con que el mercado y la libertad individual lo limiten. El neocorporativismo (Mateucci) es, ante todo, la forma que ha adoptado el Estado contemporáneo tras distintos intentos fallidos de incorporar completamente lo social. Producto de ese fracaso, como efecto perverso de la socialdemocracia, ha surgido un Estado que está siendo fagocitado por la sociedad a través de poderes distintos al político, desnaturalizado mediante fines y valores particulares que sólo aspiran a poner a su servicio la fuerza pública, tratando así de eliminar cualquier rasgo de competencia. Estado y sociedad terminan solapándose, formando un híbrido que pervierte las instituciones que hicieron posible la pretérita formación de un orden social libre.
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