Cano
Guillermo León Sáenz Vargas es todo un enigma para nosotros. Sobre todo en esta última etapa de su vida, en la que se la pasa escondido en los páramos helados, sin amigos ni amigas, sin un aliciente ni una esperanza. Nos hemos propuesto varias veces el tema, para llegar a la conclusión, la única que nos parece posible, de que es un prisionero de la guerrilla. Tal vez sea el primero o el último de los secuestrados que tienen las Farc.
Entendemos sus comienzos. Uno de esos muchachos de clase media alta que queriendo cambiar el mundo sin mayor esfuerzo y con pocas agallas y escasa ilustración se encontró con el espejismo del marxismo, el de los años 60 y 70, cuando los comunistas descubrían en la Unión Soviética una disculpa para sus egregias tonterías revolucionarias. Por casualidad penetra en ese mundo alucinado de la Facultad de Antropología de la Universidad Nacional, que atrae como un imán esos entusiasmos arrebatados, esas inteligencias dispersas y mediocres que lo quieren todo a partir de muy poco. Y en la escasez de talentos que es proverbial en la causa, empiezan a destacarse, a ascender, a comprometerse un poco más cada día con un discurso capaz de ponerlos de un salto por encima de los de su nivel, de los de su clase, de los de sus condiciones.
Y se van para la guerrilla. No propiamente porque sean guerreros, sino porque aspiran a un puesto entre los guerreros, como pertenecientes a la clase especial de los "intelectuales". Jacobo Arenas pudo ser el modelo de muchos de esos ilusos. Leen de corrido y han asimilado, mal que bien, el lenguaje y el estilo de los que promueven la lucha de clases, la dictadura del proletariado, la ruina de la burguesía. A la hora de las negociaciones, que es su aspiración suprema, surgen para moderar el hirsuto lenguaje de los que portan fusil, para proponer sus esquemas mentales, imposibles de aceptar, lo saben, pero tan encantadores para la galería de sus lejanos compañeros de oficio, como asombrosos para sus rudos compañeros de combate.
Todos los demás comandantes, primeros y segundos, de las Farc tienen alguna lógica interna. Se termina por comprenderlos. Están hechos para eso. Pero Cano no sabe manejar armas, no nació en las marañas selváticas, y siendo sin duda un asesino no lo creemos capaz de apretar el gatillo. Lo que hace, lo hace porque no le queda más remedio. Sin convicción ni vocación.
En estos últimos días, que pueden ser los postreros, si algo de verdad tienen las declaraciones oficiales, Cano anda perdido en la nada con un puñado de sus guardias. Solo el que haya amanecido en sitios cercanos a los tres mil metros sobre el nivel del mar sabe lo que eso significa. Pasadas las cuatro de la mañana, todo lo cubre un rocío helado que cala los huesos y el alma. La neblina es tan densa, que apenas se advierte lo que pasa a unos metros. La tierra es dura, impiadosa, terrible. El paisaje parece la contraparte de la vida. Por sitios tan agrestes no se moverán los perseguidores. Pero el perseguido, tampoco. Para nadie hay un momento de paz, un espacio para alguna forma de alegría o de consuelo. La muerte sería una liberación.
Entre aquellos abismos de vértigo, entre aquella naturaleza desnuda de atractivos, ¿qué espera el fugitivo? Nada. Un clima menos severo, sería la delación y la derrota final. Nadie intentará rescatarlo. Con nadie podrá comunicarse, planear algo, buscar algo. Y no se entrega. Y no intenta venderse a buen precio. No intenta nada. ¿Será tan loco en esa persistencia inútil? ¿O lo mueven desde lejos hilos invisibles, que lo tienen amarrado a una supervivencia estúpida? Cano puede ser el prisionero de sí mismo.
Más probable es que sea prisionero de otros, a quienes interese mantener vivo el mito, más que al hombre. Y su puñado de guardianes es su puñado de carceleros. Que lo serán hasta que reciban la orden de asesinarlo y perder su cadáver para siempre. Para que viva la imagen de un jefe que no manda a nadie, pero que se mantiene como si mandara a muchos. Tal vez.
© La Hora de la Verdad
- 23 de julio, 2015
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