¿Quién nos hacer entrar en una guerra?
¿Es legal la guerra libia? Según la Ley de Poderes Bélicos de 1973, no. El presidente Obama ha superado el margen de 90 jornadas para recibir la autorización del Congreso con carácter retroactivo.
Pero las cosas no son tan sencillas. Ningún presidente debería de aceptar – y ningún presidente desde Nixon ha aceptado – la constitucionalidad de la Ley, aprobada unilateralmente por el Congreso por encima de un veto presidencial. Por otra parte, todo presidente debería de tener la decencia constitucional de recibir algún visto bueno legislativo cuando meta en guerra al país.
El referente de tal contención constitucional es – sí, Senador Obama – George W. Bush. No sólo una sino en dos ocasiones (Afganistán y luego Irak) Bush solicitó y recibió la autorización legislativa, como hizo su padre para la Guerra del Golfo. Con Libia, Obama no hizo nada parecido. Se declaró exento de la Ley de Guerra con el argumento de que América no está inmersa realmente en "hostilidades" en Libia.
Utilizar una excusa tan patentemente ridícula no es sólo una muestra de desprecio al Congreso y a la inteligencia del pueblo estadounidense. Además logra minar los propios privilegios de la presidencia en caso de guerra al reconocer implícitamente que si el conflicto libio sí fuera constitutivo realmente de hostilidades, el presidente estaría sujeto realmente a la Ley.
El peor de todos los mundos posibles: insulta al Congreso, mina la presidencia. Un pulido truco.
Pero la cuestión de las competencias de guerra va más allá de la torpeza de un presidente. Tenemos un problema constitucional capital. Al equilibrar las competencias de guerra entre Congreso y presidencia, la Constitución concede al Congreso el derecho a declarar la guerra en exclusiva.
El problema es: nadie declara la guerra ya. Desde la Segunda Guerra Mundial hemos participado en cinco conflictos bélicos de calado, y en múltiples enfrentamientos menores, sin declarar la guerra en ningún momento.
Pero no somos los únicos. Nadie lo hace. Las declaraciones de guerra constituyen la reliquia de una era más aristocrática, un tiempo en el que, por ejemplo, un secretario de estado cerraba el gabinete de cifrado de su departamento porque "los caballeros no leer el correo ajeno".
Las competencias para declarar la guerra, sin ser culpa de nadie, se han vuelto arcaicas y obsoletas. Interpretadas de forma literal, son igual de inútiles que conceder al Congreso el derecho a regular los carruajes anteriores al automóvil.
Precisamos, por tanto, alguna forma nueva de satisfacer la intencionalidad constitucional original. La Ley de Guerra era un buen intento, pero fracasó porque era obra del Congreso en solitario, que intentaba hacérsela tragar al ejecutivo que, a su vez, durante más de tres décadas se ha resistido a ello por ser una intrusión en las competencias inherentes del jefe del ejecutivo.
Además, el poder judicial, que dentro de nuestro sistema es el garante definitivo de la constitucionalidad, se ha negado constantemente a dirimir esta "cuestión política" (citando a un magistrado de apelaciones) y resolver así sin posibilidad de apelación la disputa entre las otras dos ramas equivalentes del estado democrático.
Necesitamos por tanto una nueva interpretación constitucional, convenida mutuamente por ambas ramas políticas, que traduzca las competencias de guerra en un equivalente más moderno:
En primer lugar, formalizar la tradición reciente de resoluciones (la del Golfo, Afganistán, Irak) que autorizan el inicio de la guerra y reconocerlas como el equivalente funcional a una declaración de guerra.
En segundo lugar, crear procedimientos extraordinarios de operación que exijan celeridad de actuación y notificación urgente, por ejemplo, al presidente de la Cámara, al secretario de la oposición en el Senado y a sus homólogos de la oposición, en secreto si es necesario.
En tercer lugar, en los casos así, exigir la autorización retroactiva por parte del Congreso en pleno dentro de un margen de tiempo acordado — pero sin ninguna implicación legislativa adicional (a diferencia de la Ley de Guerra). La cesión original de competencias por parte de la Constitución al Congreso consistía en una autorización única, sin mayor límite legislativo a la actuación bélica del ejecutivo a excepción, por supuesto, del control de los presupuestos.
La aventura libia es un caos demasiado soberano para esperar mutuo acuerdo en torno a esta clase de compromiso constitucional ahora. Habiendo estropeado la cuestión de las competencias bélicas en todos los sentidos posibles, tampoco es que Obama sea el caballero idóneo para negociar este acuerdo.
La solución a esta cuestión exigirá tiempo e independencia y por tanto inevitablemente una comisión — presidida digamos por un ex presidente de cada formación, Bill Clinton y George W. Bush, e integrada por antiguos legisladores, magistrados y Generales, con un par quizá de historiadores y no más de un letrado internacional añadido.
Someter a continuación la nueva ley propuesta de la comisión a la aprobación del Congreso y el presidente. Y que el historiador de Harry Truman David McCullough dé lectura a la fórmula final en la ceremonia de aprobación. Eso hará que sea oficial.
Necesitamos un conjunto de normas que rijan la legalidad de cualquier futura guerra. Esto nos permitirá concentrarnos en la cuestión más importante: su sentido.
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