El cultivo de la inteligencia no hace a la felicidad
Los economistas tenemos o tuvimos padres. Algunos progenitores también son o fueron economistas.
Dentro de ellos cabe citar algunos casos que involucran a famosos, como los Walras (Antoine Augustin, papá de Marie Esprit León) y los Keynes (John Neville, padre de John Maynard). Pero dentro del gremio en la dedicación que un padre pone en la educación de su hijo sobresale el caso de los Mill.
Por eso, a propósito del Día del Padre, entrevisté al inglés John Stuart Mill (1806-1873), que la profesión conoce por las curvas de demanda recíproca, que complementaron el análisis de David Ricardo sobre comercio internacional, y también por su separación entre las leyes de la producción y las de la distribución, propuesta que en términos literales resulta utópica.
Sus biógrafos lo consideran mucho más que un simple economista.
-En su autobiografía, publicada en 1873, usted describe cómo lo crió su padre, James.
-Fui el hijo mayor. Por determinación paterna, crecí siempre alejado de los otros chicos. A los tres años comencé a estudiar griego y a los nueve, latín. A los 15 años leía filosofía, historia, economía. Fui criado sin sentimientos, en un clima de enorme exigencia.
-¡Qué maravilla!
-¿Maravilla? A los 19 años sufrí una crisis nerviosa, que me llevó a replantear el curso futuro de mi vida.
-Pero no se volvió loco.
-Porque a través de la Iglesia Unitaria de South Place tuve la enorme fortuna de conocer a una maravillosa mujer, Harriet Hardy, a la que le propuse matrimonio.
-Fantástico.
-Pero había un problema. Estaba casada, así que era la señora Taylor. Me dijo que lo lamentaba profundamente, pero que no podía aceptar mi propuesta. Su marido era un buen hombre, pero tenía poco vuelo intelectual, y esto a ella la hacía muy infeliz. Comprendiendo la situación, el señor Taylor compró una casa de campo para que Harriet y yo pudiéramos encontrarnos a solas, discretamente, para conversar.
-¿Sólo conversar?
-Sé lo que está imaginando, porque mi rival Thomas Carlyle, que bautizó a la economía como la ciencia lúgubre, hizo correr todo tipo de versiones que juro por mi honor que no tienen nada que ver con la realidad.
-Con el mayor de los respetos, permítame dudar. ¿Cómo siguió la historia?
-El arreglo funcionó durante un buen número de años. En 1849, Harriet enviudó y un par de años después nos casamos. Vivimos muy felices durante siete años y medio, cuando ella también falleció.
-¿Siguieron conversando?
-Conversando, pensando y escribiendo, además de pasándola muy bien. El ensayo "Sobre la libertad", publicado en 1859, es en realidad una obra conjunta. También mucho se ha escrito sobre que, producto del amor, exagero la importancia que Harriet tuvo en mis últimos trabajos, pero no es así. Como parlamentario, luché a favor del sufragio femenino.
-¿Qué recuerdo tiene de su padre, a la luz de su experiencia personal?
-James Mill era un hombre con firmes convicciones. Gracias a su insistencia, su gran amigo David Ricardo escribió los Principios de economía y tributación . Con respecto a mí, se dejó llevar por lo que creía que era una buena idea, pero mi caso ilustra de manera bien nítida que el desarrollo y el cultivo de la inteligencia es sólo una porción, y no siempre la más importante, de la felicidad humana.
-Mensaje importante para los otros padres.
-Particularmente para aquellos que observan en sus hijos dotes particulares, en los planos intelectual, artístico o deportivo. Leopoldo Mozart descubrió muy temprano las cualidades musicales de su hijo Wolfgang Amadeus, y se las exacerbó (no lo culpo; no era fácil ganarse la vida en aquella época). Nosotros gozamos inmensamente de la obra de Mozart hijo, pero él ¿habrá sido feliz?
-Don John Stuart, muchas gracias.
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