Traficantes de donuts
Letras Libres, México
El parlamento español ha aprobado una ley por unanimidad, de la que todavía se ignora la forma en la que será aplicada en la práctica, que prohíbe la venta en los colegios de pastelitos, chuches, refrescos, patatas fritas, gusanitos, helados y otras golosinas que vuelven locos a los niños pero que son un grave peligro para su salud: obesidad, diabetes…
No sé si sucede en la realidad, o es un exceso de la ficción, pero lo he visto a menudo en las películas: en algunos institutos estadounidenses hay detectores de metal en la entrada y guardas de seguridad para impedir que los alumnos accedan con armas, pistolas o cuchillos. Y al leer la noticia de la ley anti comida basura para niños, me ha venido a la cabeza la imagen de un registro de mochilas: vigilantes que buscan, encuentran y requisan los donuts ilegales, que son lanzados a una enorme caldera de la que salen llamaradas.
Por cierto, ¿se podrán vender rosquillas en los comercios que estén a menos de quinientos metros de los colegios? ¿Aparecerá la brigada contra el donut cuando se incumpla? O, como en el caso del alcohol, cuya venta en todos los comercios está prohibida a partir de las diez de la noche, ¿quedará restringida su distribución en todos los lugares durante el horario escolar?
A partir de las diez de la noche, conseguir cocaína o hachís, sustancias ilegales, por supuesto, es más fácil que comprar una botella de vino o de whisky, sustancias legales y cargadas con tasas.
Y, ahora se me ocurre, no es difícil encontrar en la prohibición a la venta nocturna de alcohol, un acoso a la población extranjera, puesto que la mayoría de las tiendas de conveniencia son gestionadas por inmigrantes.
Parece que me estoy yendo del asunto, pero no tanto. No creo que la prohibición sea siempre el camino más adecuado para educar a los ciudadanos descarriados, aunque sean niños, y evitarnos caer en la tentación. Es mejor educar en libertad: enseñar que somos libres y que esa libertad consiste en tomar nuestras decisiones y, también, responsabilizarnos de ellas: se trate del consumo de sustancias o de análisis políticos o de disfrutar del sexo.
El estado no puede ser el padre de todos los ciudadanos, una suerte de dios al que exigimos protección y al que podemos culpar de nuestro fracaso, que a veces puede ser lo más verdaderamente nuestro.
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