Panamá: Democracia y la segunda vuelta electoral
Instituto de Estudios para una Sociedad Abierta (ISA), Panamá
Si en el Perú no hubiese existido la segunda vuelta electoral, probablemente los tres candidatos de centro hubieran hecho sus acuerdos políticos y hoy otro sería el cantar; no el que, lastimosamente, Mario Vargas Llosa llamó la “elección entre el sida y el cáncer”. Para nosotros es una lección que no debemos desaprovechar y de la que debemos aprender: la segunda vuelta electoral genera perversos incentivos que pueden ser letales para las democracias.
La segunda vuelta o ballotage es un sistema electoral francés que ha regido allí desde 1848. Fue introducida a América Latina a partir de 1978, en la mayoría de sus sistemas presidenciales, con la finalidad de fortalecer constitucionalmente al presidente.
Sin embargo, al trasladar la fórmula de un continente a otro no se reparó en la naturaleza distinta de los sistemas de gobierno ni en los diferentes efectos que podía tener sobre la democracia en cada uno de éstos.
En un sistema presidencial en el que no existe la figura del primer ministro y en el que el presidente no comparte la función de Gobierno con ningún otro líder político, mucho menos de la oposición, si para algo sirve la segunda vuelta es para producir gobiernos divididos, ya que en la primera se configuran las mayorías legislativas y en la segunda tan solo se dota de una mayoría y legitimidad artificial al nuevo gobernante.
El principal problema del ballotage en los sistemas presidenciales consiste en que el apoyo electoral que recibe el candidato más votado en la segunda ronda no es genuino, porque se configura artificialmente a partir de las reglas del sistema electoral. Dicho de otra manera: la primera vuelta es para que el electorado defina quién quiere que lo gobierne, mientras que en la segunda ronda se define quién no quiere que lo gobierne; en la primera vuelta se selecciona, en la segunda se elimina.
En los países latinoamericanos caracterizados por graves contrastes y tensiones sociales y una historia marcada por una tendencia al autoritarismo por el Poder Ejecutivo, la elección presidencial en dos vueltas contiene riesgos considerables: los presidentes elegidos en segunda vuelta pronto se olvidan de la posición minoritaria con que contaban en la primera vuelta y se ven a sí mismos como genuinos representantes de la voluntad popular.
En la primera vuelta el electorado, regularmente, vota por el partido de su preferencia como su primera opción en ambas elecciones, incluso si está consciente de que tiene pocas posibilidades de definir la elección presidencial. Mientras que en la segunda vuelta, que solo define al presidente, el electorado puede votar de tres formas: Por quien considera que será un buen gobernante; en contra de quien no quiere que lo gobierne; o por el candidato menos malo. También puede abstenerse.
Esta situación no se presenta en las elecciones de mayoría simple, porque el voto fragmentado es reducido. En ellas el electorado sabe que su voto incidirá en la definición de las elecciones y, por lo tanto, votará por los grandes competidores aunque estos no siempre sean su primera opción.
El mito más común esgrimido es que la segunda vuelta es para dotar de una mayor “legitimidad” y “fuerza” al gobernante. Sin embargo, la ilegitimidad de un presidente no depende de una determinada modalidad para su elección, sino que está en relación directa con la legalidad y la transparencia del proceso en que sea electo. Por su parte, la fortaleza de un presidente no tiene nada que ver con el número de veces que un candidato sea votado, sino con el número de asientos que el partido del Ejecutivo tenga en la Asamblea (y esto se obtiene en la primera elección).
En síntesis, la segunda vuelta electoral es propia del sistema semipresidencial francés, y en América Latina, donde tenemos regímenes presidencialistas, nos ha, erróneamente, inducido a pensar que coalición de gobierno y coalición electoral es el mismo concepto, cuando son tan disímiles entre sí.
En el caso de una sola vuelta electoral, las coaliciones de gobierno se hacen con acuerdos programáticos a largo plazo, en el que se logran consensos necesarios para que, de llegar al gobierno, se pueda gobernar bajo un mismo plan de trabajo. En contraposición, en el caso de las dos vueltas electorales las coaliciones se hacen al apuro, sin plataforma y orientadas más bien a lograr apoyo en esa vuelta, casi siempre teñidas con resentimientos y ánimos de venganza pasajera contra el partido que ha logrado la primera minoría y solo se persigue derrotar.
No tenemos en Panamá un sistema de gobierno en el que se comparte el poder. Importar ese sistema implicaría una copia, muy mal hecha, con efectos negativos para la democracia. Además, en América Latina en la mayoría de las elecciones con segunda vuelta los resultados simplemente consolidaron el obtenido en la primera, pero en los casos en que se ha revertido el resultado inicial, todos los gobiernos (excepto Uruguay y República Dominicana) terminaron mal, con el consiguiente deterioro de la democracia. ¿Acaso eso es lo que queremos?
Artículo publicado en el Diario La Prensa el jueves 26 de mayo de 2011.
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