Salarios y subsistencia
(Artículo extraído del capítulo 21 de La Acción Humana)
La vida del hombre primitivo era una lucha incesante contra la escasez de los medios dados por la naturaleza para su sostenimiento. En este desesperado esfuerzo por asegurar la mínima supervivencia, han sucumbido muchos individuos y familias, tribus y razas enteras. El hombre primitivo siempre se ha visto perseguido por el fantasma de la muerte por hambre. La civilización nos ha librado de ese peligro. La vida humana está amenazada día y noche por innumerables peligros: puede ser destruida en cualquier momento por fuerzas naturales que están fuera de su control o al menos no pueden controlarse en nuestro actual estado de conocimiento y nuestras capacidades. Pero el temor al hambre ya no aterroriza a la gente que vive en una sociedad capitalista: Quien es capaz de trabajar gana mucho más de lo que se necesita para la mera subsistencia.
Los que viven de las limosnas no cooperan en el proceso social de producción; en lo que concierna a la provisión de medios para la satisfacción de deseos, no actúan; viven porque otra gente se ocupa de ellos. Los problemas de la ayuda a los pobres son problemas de la disposición del consumo, no de las actividades de producción. Como tales, están más allá del marco de una teoría de la acción humana que se refiera sólo a la provisión de los medios requeridos para el consumo, no a la forma en que se consumen esos medios. La teoría cataláctica se ocupa de los métodos adoptados para el apoyo caritativo al indigente sólo en la medida en que pueda afectar a la oferta de trabajo. A veces ha ocurrido que las políticas aprobadas para ayudar a los pobres han animado la voluntad de no trabajar y la ociosidad de adultos capaces.
En la sociedad capitalista prevalece una tendencia hacia un constante aumento en la cuota per capita de capital invertido. La acumulación de capital se eleva por encima del aumento de las cifras de población. Consecuentemente, la productividad marginal del trabajo, los salarios y el nivel de vida de los asalariados tienden a aumentar continuamente. Pero esta mejora en el bienestar no es la manifestación de la operación de una ley inevitable de la evolución humana: es una tendencia que resulta de la interacción de fuerzas que sólo pueden producir libremente sus efectos bajo el capitalismo.
Es posible y, si tenemos en cuenta la dirección de las políticas actuales, incluso no es improbable que el consumo de capital por un lado y un aumento o una caída insuficiente de las cifras de población por otra dé la vuelta a las cosas. Así que podría pasar que los hombres aprendan de nuevo que significa literalmente morir de hambre y que la relación de la cantidad de bienes de capital disponibles y las cifras de población se hagan tan desfavorables como para hacer que parte de los trabajadores ganen menos que el mínimo de subsistencia. La mera aproximación a esas condiciones indudablemente causaría disensiones irreconciliables en la sociedad, conflictos cuya violencia debe acabar con la completa desintegración de todos los límites sociales. La división social del trabajo no puede preservarse si parte de los miembros cooperantes de la sociedad están condenados a ganar menos que una subsistencia mínima.
La idea de un mínimo físico de subsistencia a la que se refiere la “ley de hierro de los salarios” y que los demagogos han invocado una y otra vez no puede emplearse para una teoría cataláctica de la determinación de los salarios. Una de las bases sobre las que descansa la cooperación social es el hecho de que el trabajo realizado de acuerdo con el principio de la división del trabajo es así tan más productivo que los esfuerzos de individuos aislados que la gente capaz no se ve afectada por el miedo al hambre que asustaba diariamente a sus antecesores. Dentro de una comunidad capitalista, el mínimo de subsistencia no desempeña ningún papel cataláctico.
Además, la noción de un mínimo físico de subsistencia carece de la precisión y el rigor científico que la gente le ha atribuido. El hombre primitivo, más ajustado a una vida casi animal que a una existencia humana, podía mantenerse con vida ajo condiciones que son literalmente insoportables para sus delicados sucesores mimados por el capitalismo. No existe un mínimo de subsistencia determinado física y biológicamente, válido para cada espécimen de todas las especies del homo sapiens. Noe s más aceptable la idea de que se necesita una cantidad concreta de calorías para mantener a un hombre sano y reproductivo y una cantidad concreta añadida para reemplazar a energía gastada en el trabajo.
La apelación a esas nociones de cría de ganado y la vivisección de cobayas no ayuda al economista en sus esfuerzos por comprender los problemas de la acción humana con sentido. La “ley de hierro de los salarios” y la esencialmente idéntica doctrina marxista de la determinación del “valor de la fuerza de trabajo” como “el tiempo de trabajo necesario para su producción y consecuentemente también para su reproducción”,[1] son las menos sostenibles de todas las que se han enseñado nunca en el campo de la cataláctica.
Aún así era posible atribuir algún significado a las ideas implícitas en la ley de hierro de los salarios. Si alguien considera al asalariado simplemente una propiedad y cree que no desempeña otro papel en la sociedad, si supone que no busca otra satisfacción que alimentarse y procrear y no sabe cómo emplear sus ganancias salvo para procurarse esas satisfacciones animales. Puede considerar a la ley de hierro como una teoría de la determinación de los salarios.
De hecho, los economistas clásicos, frustrados por su abortada teoría del valor, no pudieron pensar en ninguna otra solución al problema. Para Torrens y Ricardo, la teoría de que el precio natural del trabajo es el que permite a los asalariados subsistir y perpetuar su raza sin ningún aumento o disminución era la inevitable conclusión lógica de su insostenible teoría del valor.
Pero cuando sus epígonos vieron que no podían sentirse satisfechos con esta ley manifiestamente absurda, recurrieron a una modificación de ésta que equivalía a un completo abandono de cualquier intento de ofrecer una explicación económica de la determinación de los salarios. Intentaron preservar su querida noción del mínimo de subsistencia sustituyendo el concepto de mínimo físico por el de mínimo “social”. Dejaron de hablar del mínimo necesario para la subsistencia del trabajador y la preservación de una oferta de mano de obra sin disminuir ésta; en su lugar hablaron del mínimo necesario para la preservación de un nivel de vida santificado por la tradición histórica y las costumbres y hábitos heredados.
Mientras que la experiencia cotidiana mostraba de modo impresionante que, bajo el capitalismo, los salarios reales y el nivel de vida de los asalariados crecían constantemente, mientras que cada día se hacía más evidente que las barreras tradicionales que separaban a los distintos estratos de la población ya no podían preservarse, porque las mejoras sociales en las condiciones de los trabajadores industriales demolieron la ideas preconcebidas del rango y la dignidad social, estos doctrinarios anunciaban que las viejas costumbres y convenciones sociales determinaban el nivel de los salarios. Sólo gente cegada por prejuicios preconcebidos y partidistas podía recurrir a una explicación así en una era en que la industria ofrece una y otra vez el consumo de masas con nuevos productos hasta entonces desconocidos y hace accesible al trabajador medio satisfacciones que ningún rey podía soñar en el pasado.
No es especialmente remarcable que la Escuela Histórica de Prusia del wirtschaftliche Staatswissenschaften no considerara a los salarios igual que los precios de los productos y los tipos de interés como “categorías históricas” y que al ocuparse de los salarios recurriera al concepto de “ingreso adecuado a la situación jerárquica individual en la escala de categorías sociales”. Estaba en la esencia de las enseñanzas de esta escuela negar la existencia de la economía y sustituirla por la historia.
Pero es asombroso que Marx y los marxistas no reconocieran que su apoyo a esta falsa doctrina desintegraba totalmente el cuerpo del llamado sistema marxista de economía. Cuando los artículos y disertaciones publicados en Inglaterra al principio de la década de 1860 convencieron a Marx de que ya no era posible aferrarse a la teoría de los salarios de los economistas clásicos, modificó su teoría del valor de la fuerza de trabajo. Declaró que “el grado de los llamados deseos naturales y la forma en que se satisfacen, son en sí mismos un producto de la evolución histórica” y “dependen en buena medida del grado de civilización alcanzado por cada país en concreto y, entre otros factores, especialmente de las condiciones y costumbres y pretensiones relativas al nivel de vida bajo el que se ha formado la clase de los trabajadores libres”.
Así que “entra un elemento histórico y moral en el determinación del valor de la fuerza de trabajo”. Pero cuando Marx añade que sin embargo “para un país y momento concretos, la cantidad de necesidades indispensables para la vida en un hecho concreto”,[2] se contradice y equivoca al lector. Lo que tenía en mente ya no eran las “necesidades impensables”, sino lo que se consideraba indispensable desde un punto de vista tradicional, los medios necesarios para la preservación de un nivel de vida adecuado para el estado de los trabajadores en la jerarquía social tradicional. El recurso a dicha explicación significa virtualmente la renuncia a cualquier respuesta económica o cataláctica a la determinación de los salarios. Los salarios se explican como datos históricos. Ya no se entienden como un fenómeno del mercado, sino un factor originado fuera de la interacción de las fuerzas que operan en el mercado.
Sin embargo, incluso quienes crean que el nivel salarial que se paga y recibe son realmente incluidos desde el exterior del mercado como un dato ya no pueden evitar desarrollar una teoría que explique la determinación de los salarios como resultado de las valoraciones y decisiones de los consumidores. Sin esa teoría cataláctica de los salarios, ningún análisis económico del mercado puede ser completo y lógicamente satisfactorio. Simplemente no tiene sentido restringir las disquisiciones catalácticas a los problemas de la determinación de los precios de los productos y los tipos de interés y aceptar los salarios como un dato histórico. Una teoría económica digna de tal nombre debe estar en situación de afirmar respecto de los salarios más que el que estén determinados por un “elemento histórico y moral”. La marca característica de la economía es que explica las relaciones de intercambio manifestadas en las transacciones del mercado como fenómenos del mercado cuya determinación está sujeta a una regularidad en la concatenación y secuencia de los acontecimientos. Es esto precisamente lo que distingue la concepción económica de la comprensión histórica, la teoría, de la historia.
Podemos imaginar fácilmente una situación en la que la altura de los niveles salariales se fuerza por encima del mercado por la interferencia de la coacción y la coerción externas. Esa fijación institucional de salarios en una de las características más importantes de nuestra época de políticas intervencionistas. Pero en relación con ese estado de cosas está la tarea de la economía de investigar qué efectos produce la disparidad entre los dos niveles salariales, el nivel potencial que un mercado no intervenido habría producido por la interacción de la oferta y la demanda de mano de obra por un lado y por el otro el nivel que la coacción y la coerción externas imponen a las partes en las transacciones de mercado.
Es verdad que los asalariados están imbuidos por la idea de que los salarios deben ser al menos tan altos como para permitirles mantener un nivel de vida adecuado a su situación en la graduación jerárquica de la sociedad. Cada trabajador concreto tiene su opinión particular acerca de lo que tiene derecho a pedir de acuerdo con su “status”, “rango”, “tradición” y “costumbre” de la misma forma que tiene su opinión particular acerca de su propia eficacia y sus propios logros. Pero esas pretensiones y suposiciones autocomplacientes no tienen ninguna relevancia para la determinación de los salarios. No limitan el movimiento al alza o a la baja de los salarios.
A veces el asalariado debe conformarse con mucho menos de lo que, de acuerdo con su opinión, es adecuado para su rango y eficacia. Si se le ofrece más de lo que esperaba, se queda con el exceso sin reparos. La era del laissez faire, para la que afirma su validez la ley de hierro y la doctrina de Marx de la formación históricamente determinada de los salarios, fue testigo de una progresiva, aunque a veces temporalmente interrumpida, tendencia al alza de los salarios reales. El nivel de vida de los asalariados ascendió a un nivel sin precedentes en la historia, impensable en periodos anteriores.
Los sindicatos pretenden que los salarios nominales deben al menos aumentar siempre de acuerdo con los cambios en el poder adquisitivo de la unidad monetaria de forma que garanticen a los asalariados un disfrute sin disminución del nivel de vida previo. También hacen estas reclamaciones en relación con las condiciones de tiempote guerra y las medidas adoptadas para la financiación de los gastos bélicos. En su opinión, incluso en tiempo de guerra, ni la inflación ni la retención de impuestos deben afectar a los salarios reales netos de los trabajadores. Esta doctrina implica tácitamente la tesis del Manifiesto Comunista de que “lo trabajadores no tienen patria” y no tienen “nada que perder, salvo sus cadenas”; en consecuencia, son neutrales en las guerras empezadas por los explotadores burgueses y no les importa si la nación conquista o es conquistada. No es tarea de la economía analizar estas afirmaciones. Sólo tiene que establecer el hecho de que no importa qué tipo de justificación se aporte a favor de la imposición de salarios más altos de los que habría determinado el mercado laboral no intervenido. Si como resultado de esas reclamaciones, los salarios reales aumentan realmente por encima del nivel consistente con la productividad marginal de los distintos tipos de trabajo afectados, las inevitables consecuencias deben aparecer sin ninguna consideración por la filosofía subyacente.
Lo mismo pasa en relación con la confusa doctrina de que los asalariados tienen derecho a pedir para sí todos los beneficios derivados de las mejoras en lo que los sindicalistas llaman la productividad del trabajo. El concepto de productividad del trabajo en general no es menos vacío que cualquier otro concepto universal de este tipo, como el concepto, por ejemplo, del valor del hierro o el oro en general. No tiene sentido hablar de la productividad del trabajo en un sentido distinto del de la productividad marginal. Lo que esos sindicalistas quieren buscar es una justificación ética para sus políticas. Sin embargo, las consecuencias económicas de estas políticas no se ven afectadas por los pretextos aportados a su favor.
En último término, los salarios se determinan por el valor que los conciudadanos de los asalariados asocian a sus servicios y logros. El trabajo se valora como un producto, no porque el empresario y el capitalista sean duros y crueles, sino porque están irremediablemente sujetos a la supremacía de los implacables consumidores. Los consumidores no están dispuestos a satisfacer las pretensiones, presunciones y convicciones de cualquiera. Quieren ser servidos de la forma más barata.
Ludwig von Mises es reconocido como el líder de la Escuela Austriaca de pensamiento económico, prodigioso autor de teorías económicas y un escritor prolífico. Los escritos y lecciones de Mises abarcan teoría económica, historia, epistemología, gobierno y filosofía política. Sus contribuciones a la teoría económica incluyen importantes aclaraciones a la teoría cuantitativa del dinero, la teoría del ciclo económico, la integración de la teoría monetaria con la teoría económica general y la demostración de que el socialismo debe fracasar porque no puede resolver el problema del cálculo económico. Mises fue el primer estudioso en reconocer que la economía es parte de una ciencia superior sobre la acción humana, ciencia a la que llamó “praxeología”.
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