El divorcio de Sandra Torres y la política matrimonial en América Latina
Madrid. – Cuando el presidente guatemalteco dice que no hablará más de su divorcio porque es una cuestión privada está diciendo una verdad a medias. Y ya se sabe que las medias verdades son también medias mentiras. Colom tiene razón en que su matrimonio, y por ende su divorcio si quiere llegar a esos extremos, es algo que sólo le atañe a él y a su familia. Pero, y aquí el pero es fundamental, cuando su divorcio abre la puerta a una grave transgresión de la legalidad las cosas cambian.
Un excitado seguidor de Sandra Torres intentaba justificar la actitud de su lidereza diciendo que el artículo 186 de la Constitución, que establece las prohibiciones para optar a la presidencia, se redactó para “evitar el surgimiento de gobiernos militares despóticos”. Más allá del espíritu antigolpista y prodemocrático de la Constitución, dicho artículo establece taxativamente la prohibición de presentar la candidatura a todos los “parientes dentro de cuarto grado de consanguinidad y segundo de afinidad del Presidente o Vicepresidente de la República, cuando este último se encuentre ejerciendo la Presidencia”.
Salvo que se diga, como argumentó Sandra Torres, que el matrimonio no implicaba un grado de consanguinidad, el argumento está claro. Pese a ello, el mismo seguidor iba más allá al afirmar que la población guatemalteca ve el divorcio “como una separación consciente y voluntaria”, aunque ésta, paradójicamente “no aleja a los separados legalmente, sino los une más en ideales y responsabilidades políticas al servicio de su clase y en esta actitud a toda una nación”. Vemos como se ha puesto en marcha el “operativo clamor” para lanzar la candidatura de una nueva “abanderada de los humildes”, al mejor estilo de Eva Perón. Esto del operativo clamor es una nueva constante en la política latinoamericana, que encuentra su base en las cada vez más poderosas usinas mediáticas presidenciales. Un operativo similar se lanzó, en realidad se lanza cada día, en Argentina, para impulsar la candidatura de Cristina Kirchner.
Volviendo al argumento interior, nuestro apasionado torrista habla del sacrificio de la hasta ahora primera dama al servicio de su clase y de la causa nacional. No cometeré la indiscreción de interrogar sobre la clase a la que pertenece Sandra Torres, pero esto de convertir la discusión sobre la participación de los conyugues presidenciales en política como un asunto de izquierda o derecha es un grave error. Como lo es introducir consideraciones morales sobre el divorcio, ya que es una conducta particular que no debe tener, en circunstancias normales, mayor trascendencia política.
El problema de fondo no está en que los conyugues presidenciales quieran hacer política, para lo cual están perfectamente legitimados, y tanto da si es la esposa o el esposo del presidente, sino en utilizar en su favor, de forma claramente ventajista, las estructuras del poder. Es algo similar a la reelección. En si misma la reelección no es ni buena ni mala si está legislada. Los problemas comienzan, y de esto en América Latina se sabe bastante, cuando el presidente de turno intenta modificar las reglas de juego a mitad del partido en su propio beneficio. Y esto tampoco es de izquierdas o de derechas. En su anteúltima versión, la 2.0, la cosa comenzó cuando Carlos Menem, actual aliado de Cristina Kirchner, pese a su pasado “neoliberal”, modificó la Constitución para ser reelegido. Algo similar ocurrió con Fernando Henrique Cardoso y Alberto Fujimori. Luego llegó la versión 3.0, la bolivariana, que tiene su desiderátum en la reelección indefinida, al estilo de Porfirio Díaz o de Juan Vicente Gómez.
La política matrimonial se está convirtiendo en una moda perversa en América Latina. La inauguraron los Kirchner, que descubrieron la alternancia intramarital (primero yo, luego tú, y así hasta que podamos), una costumbre que iba a seguir con la candidatura de Néstor para las elecciones del próximo octubre, pero que se cortó abruptamente tras su fallecimiento. En Nicaragua, el contrato de gananciales entre Daniel Ortega y Rosario Murillo, la madre de Zoilámerica, tiene serias repercusiones para la política nacional. Es evidente que el catálogo no se completa con estos ejemplos, pero estos muestran una tendencia preocupante por aferrarse al poder con uñas y dientes.
No se trata de que la mujer no intervenga en política. Hillary Clinton es un ejemplo exitoso. Pero aquí hay dos circunstancias ausentes en los casos anteriores. En primer lugar, cuando decidió lanzarse de lleno a la actividad política, en la que había participado activamente, y aspirar a la presidencia de su país, su marido había dejado la Casa Blanca y no podía utilizar los resortes del poder para ayudarla. Segundo, debió concurrir a una durísimas primarias, en las cuales fue derrotada por Barack Obama. Por el contrario, Cristina Fernández y Sandra Torres se aferraron al largo dedo de sus maridos en su nominación como candidatas.
Hay una última cuestión que clama al cielo y es un argumento tampoco novedoso, aunque de uso fructífero en América Central. Primero lo descubrió Oscar Arias, luego lo empleó Daniel Ortega y por última Sandra Torres también lo trae a colación. Al señalar que no volvería a hablar de su divorcio Álvaro Colom también añadió que él y su mujer “decidieron tramitar el divorcio para garantizar el derecho humano que ella tiene de elegir y ser electa”.
Más allá de que los derechos humanos pueden definirse ad hominem hay que insistir en el hecho de que su derecho a ser electa no está en juego siempre que lo haga en el momento oportuno y no quiera convertirse en una jugadora con ventaja o con las cartas marcadas. La Constitución de Guatemala, y lo mismo deberían hacer otras aunque por obvio es lógico que no figuren en ellas, no prohíbe concurrir como candidatos a los parientes directos del presidente. Sólo establece unos límites que deben ser respetados. Y esto es algo que la urgencia por aferrarse al poder no termina de entender.
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