Exportar la democracia
Ideas – Libertad Digital, Madrid
La primera intervención americana en el extranjero, cuando los Estados Unidos eran un proyecto en desarrollo, tuvo lugar en 1805, precisamente en lo que hoy es Libia, donde un grupo de diez infantes de marina al mando de William Eaton y unos cuantos árabes reclutados en Egipto, con apoyo naval, tomó la ciudad de Derna. El objetivo era acabar con los impuestos al comercio que el monarca local había establecido.
Eaton y los suyos dieron la lección y se marcharon. No hubo más tasas. No hacía falta quedarse allí. Bastaba con que el rey de Trípoli supiera que podían volver.
No había entonces aspiración alguna a extender la democracia, que es una idea de finales del siglo XX. También es una idea del siglo XX la de extender la sharia, que acaba de aplicar un juez de Florida para resolver un conflicto entre musulmanes, en lo que es la más grave bajada de pantalones de la historia de Occidente desde el conde don Julián, hace justo mil trescientos años.
El debate se inició con George W. Bush y la guerra de Irak, y cobró una forma interrogativa: ¿es posible conquistar un país e imponer en él un sistema democrático, más allá de lo que sus habitantes deseen? ¿Es posible convertir una sociedad con normas establecidas –brutales, aunque no medievales, como suele decirse: el europeo de la Edad Media era en lo personal mucho más libre que el musulmán contemporáneo, y el cristianismo se extendió por evangelización– en otra con normas diferentes?
Yo creo que la respuesta es no. Un cambio radical se puede, en ocasiones, imponer desde el interior de una sociedad, y aun así sin garantías, como demuestra el caso de Kemal Ataturk, que intentó separar el Estado de la mezquita pronto hará un siglo. El legado de Kemal fue amplio. Ahora los turcos tienen apellido, cosa de la que carecían, por ejemplo –que nadie se admire: los europeos hubieron de registrar los suyos sólo a partir de Bonaparte, a principios del XIX–. Pero, poco a poco, alentado sobre todo por el mundo circundante, el islam fue ganando posiciones y Turquía fue retrocediendo. Ah, sí, hay elecciones, pero en modo alguno se trata de una democracia liberal. También hay elecciones en Venezuela.
Es probable que algunos de mis lectores, muy quemados por la experiencia de los últimos años, se pregunten si la democracia liberal es garantía de algo. Pues sí. No es garantía de que los políticos sean lúcidos, honestos y sabios. Pero es garantía de una convivencia, de unos determinados mínimos comunes que hacen que casi todos estemos preocupados y decididos a intervenir, por ejemplo, frente al maltrato de mujeres y niños, cosa que la sharia no sólo no combate, sino que alienta. El gobierno es una birria, pero hasta cabe la posibilidad de que la policía llegue de tanto en tanto antes de que alguien mate a alguien y lo impida, en vez de contribuir a la muerte de la desgraciada. Cabe la posibilidad de ser gay sin que nadie use las grúas de los corruptos constructores para colgar al pecador, aunque ocasionalmente algún homosexual muera apaleado en un parque público, como ya ha sucedido.
No obstante, las normas de las sociedades que ni remotamente se acercaron jamás a nada parecido a nuestras democracias están muy profundamente arraigadas. Abolir la esclavitud en los Estados Unidos costó la más terrible de las guerras civiles que se recuerdan. Una guerra, por cierto, entre blancos, que consolidó la nación americana, pero no consiguió la integración racial. En fecha tan tardía como 1957, Eisenhower tuvo que intervenir militarmente en Little Rock, Arkansas, para imponer la entrada de alumnos negros en una escuela.
La integración como política de la comunidad negra americana avanzó mientras el cristianismo fue dominante, es decir, hasta el asesinato de Martin Luther King, en 1968. Después, la masiva conversión de los sectores negros más marginales al islam dio por tierra con gran parte de lo obtenido. Pero el problema ya no estaba en los blancos segregacionistas, que hoy son minoría, sino en los negros que decidieron no pertenecer a la comunidad. Y no son pocos: recordar a Farrakhan y la marcha del millón (de varones negros) sobre Washington, en 1995. Por cierto, Farrakhan, antisemita consecuente –se le llamó "el Hitler negro"–, dio su apoyo electoral a Mr. Barack Obama. Ni siquiera en la democracia más desarrollada del mundo cabe integrar a quien no quiere integrarse.
El fracaso de Occidente en Irak en ese sentido es manifiesto. En Irak y en otros países de la región, como Afganistán. El proyecto de Bush de exportar la democracia es menos realizable que el de Castro de exportar la revolución socialista. Finalmente, el marxismo es un producto occidental, que puede ser asumido por occidentales, o sea, que puede funcionar en Hispanoamérica. En Argelia, la fantasía socialista fue occidental, no de los argelinos, que sabían muy bien que lo suyo era el islam y cuyos dirigentes eran musulmanes consecuentes, desde Ben Bela hasta Boumedienne. Ni Mao ni Pol Pot ni Ho Chi Minh fueron marxistas. Y en Rusia lo fueron los de la parte occidental del país. Ninguna de las repúblicas asiáticas, ni las de la zona de influencia islámica, lo adoptaron nunca, por mucho que se dictara en las escuelas. El marxismo vivió en la URSS como un zombi, alimentado por la sangre del Partido. Un partido monstruoso pero europeo.
Por eso la intervención en Libia debería ser limitada a la finalización de la masacre y la sustitución de Gadafi. Y nadie debe esperar que en Egipto haya democracia cuando se llame a elecciones. Todo el proceso que se vive en los países árabes de la región es de unificación islámica. Por mucho que duela reconocerlo, Mubarak y Gadafi eran los más aconfesionales entre los dirigentes de ese mundo. Y a nadie se le va a ocurrir tocar a los saudíes.
- 23 de julio, 2015
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