España: El dilema socialista y sus riesgos
Los artículos periodísticos de Keynes siempre me han parecido fascinantes, a más de estar muy bien escritos. En uno de ellos plantea lo que llama «el dilema socialista»: el corazón de un socialista le impulsa en una dirección, pero la cabeza señala con rapidez las terribles consecuencias que de muchos de esos impulsos cordiales podrían derivarse. Esto constituía siempre un agobio para todo militante.
En ocasiones generaba rupturas tan importantes como sucedió en el mundo laborista con MacDonald. Otras, catástrofes ciertamente tremendas, cuando Leon Blum decidió, llevado de su corazón, en el Gobierno del Frente Popular francés, en 1936, y de modo simultáneo, que era posible aumentar los salarios, mantener fijo el tipo de cambio del franco, disminuir el coste de vida y reducir el paro. Sobre este curioso modelo, debe consultarse el artículo de Kalecki, «The lesson of Blum experiment», en «The Economic Journal», marzo 1938. A partir de 1898, y desde las columnas de «Die Neue Zeit» —la revista de Kautsky, que en parte por eso recibió de Lenin el remoquete de «el renegado Kautsky«—, Bernstein inició el proceso revisionista del pensamiento de Marx.
La socialdemocracia siguió progresivamente por ese camino y al abandonar el «socialismo científico» marxiano parecía perder norte y ser presa de toda clase de dilemas. Pero he ahí que precisamente de Keynes, de su «Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero», y por supuesto del Circo de Cambridge, —ese conjunto de muy inteligentes economistas que lo rodeaba—, procedió una política económica, que durante la II Guerra Mundial señaló que su objetivo era el pleno empleo y el Estado de Bienestar, congruente con el planteamiento de Beveridge que se hizo público a partir de 20 de noviembre de 1942, y que en sus mensajes básicos pareció ofrecer un epítome perfecto de programa para la social democracia, capaz de eliminar el dilema del corazón y la cabeza. Ambos pasaban a estar de acuerdo. Fue en 1949, en el tomito «The
Principles of Economic Planning» (Allen & Unwin) donde Arthur Lewis, que incluso recibiría el Premio Nobel de Economía, acabó, aparentemente, por encajarlo todo. Por eso el socialismo, gracias al pensamiento keynesiano parecía haber aplastado al brillante Hayek, aunque éste, como se vio después aun aguzaba los cuchillos. La Escuela de Chicago daba la impresión de estar oscurecida. Y de pronto, Milton Friedman, su extraordinario miembro, publicó un brillante ensayo en «The American Economic Review», en marzo de 1968, bajo el título «El papel de la política monetaria». Fuentes Quintana, dándose cuenta de su trascendencia, lo tradujo inmediatamente en «Información Comercial Española».
Con rapidez, todo esto tuvo su contrastación empírica. Al provocarse una crisis económica, la derivada del choque petrolífero, los remedios heredokeynesianos —Keynes poco antes de su muerte ya había comenzado a ponerse en guardia frente a ellos como nos relata Hayek en su autobiografía—, fracasaron ruidosamente. Todo quedó muy claro cuando Mitterrand, creyente en los mensajes social-demócratas-keynesianos vulgares, los puso en marcha al alcanzar la presidencia de la República Francesa en 1981. Fue el final de todas estas ilusiones. Había en la puesta en acción de este programa, más gasto público, estatificaciones, subidas de salarios, intervencionismo. El viernes, 5 de junio de 1981, Jacques Attali —Jefe del Gabinete Económico del presidente— en su «Verbatim» anota: «Jacques Delors acaba de decir al presidente que es necesario devaluar inmediatamente y preparar un nuevo presupuesto riguroso. Me dice al salir: ¡Es el Beresina!», esto es, el río en el que el Ejército de Napoleón fue liquidado por los rusos. Era «el Beresina» para el pensamiento socialdemócrata. De nuevo la Escuela Austriaca alzó el vuelo y no digamos la de Chicago. Cabalmente eso se transmite a España, cuando la socialdemocracia llega al poder en diciembre de 1982, tras un programa electoral calcado casi del que había llevado a la victoria a Mitterrand. Pero Boyer se había dado cuenta que todo eso se había esfumado, y dio un golpe de timón radical en el discurso de prórroga del presupuesto, casi nada más iniciarse la Administración González.
Pero eso significaba que un partido que, tras Suresnes, había abandonado a Marx, tras 1982 abandonaba a Keynes. Por eso nuestra socialdemocracia pasó a refugiarse en otros temas polémicos: el anticlericalismo, la alianza de civilizaciones, una alianza especial con quienes en Iberoamérica desarrollaban disparatadas medidas derivadas del estructuralismo económico latinoamericano, enlazado incluso con un autoritarismo patente y ajeno a las democracias europeas, como es el caso del castrismo, renovar el recuerdo de la Guerra Civil con disposiciones como la llamada Memoria Histórica, los coqueteos con el ecologismo en los ataques a la energía nuclear, y dando la razón al título de la obra de Hayek, «Camino hacia la servidumbre», toda una serie de medidas coactivas, ya en la educación infantil o ya, recientemente, en el consumo de tabaco. En España eso se había intentado ya con el partido radical de Lerroux.
Todos sabemos cómo concluyó, con una serie de escándalos, como el estraperlo o con el asunto Nombela. Pero, ¿dónde encontrar con urgencia otra ideología básica, ya sin Marx ni Keynes?
- 23 de julio, 2015
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