Argentina y el campo: El progresismo «regresista»
La política económica se ha ensañado con la actividad agrícologanadera cuya producción es destinada, en buena parte, al mercado local. El caso del trigo es el más patético: del total producido anualmente, algo más de 5 millones de toneladas se consumen localmente y el resto -que es mucho más- puede exportarse.
Por ella, los productores están prácticamente compelidos a invertir en lo que se dirige al exterior ya que cuando se focalizan en actividades ligadas al mercado interno sólo reciben sinsabores. El resultado está a la vista: el área destinada a soja, contrariamente a lo que desde a tribuna oficial se declama, tiende a crecer en desmedro de otros cultivos. Y lo hace a costa de un manejo racional que debería velar por la rotación.
El estancamiento de la actividad triguera es la resultante de esta política. Durante el primer quinquenio, la superficie sembrada con este cereal fue, en promedio, de 6,45 millones de hectáreas mientras que, en el segundo, pasó a ser de tan sólo 4,98 millones. No es mera coincidencia que tal baja se haya registrado a partir del fuerte intervencionismo implementado.
Hace unos quince años, llegamos a producir 16 millones de toneladas. En 2008 sólo logramos 8,4 millones de toneladas y en el 2009 apenas 7,5 millones. Este año, por el clima, llegaremos a unos 14 millones. Si no fuera por la actual política ya deberíamos haber superado el volumen de 23 millones de toneladas dados los adelantos técnicos y la imperiosa necesidad de rotación.
Desde 2006 -cuando comenzaron las intervenciones- los precios que reciben los productores sufrieron importantes quitas. Las exportaciones siguen restringidas y eso, hoy, permite que el precio, a la hora de vender, tenga una quita que se aproxima a US$ 50 por tonelada. Este castigo lo sufren los productores chicos, que no pueden demorar sus ventas ni recurrir a complejas ingenierías financieras.
Quiere decir que, además de la retención (explícita), existe otra cuasi retención (implícita). La proporción entre una y otra son similares. La diferencia está en que la primera, al menos, es un impuesto que contribuye a la financiación del gasto público, en cambio el resultado de la segunda pasa a ser ganancia de otros agentes privados en la cadena de valor. Así, la riqueza tiende a concentrarse. Es inaudito.
Por esta clase de intervenciones, la cantidad de compradores queda reducida a unos pocos y el Estado incentiva el oligopsonio: promueve aquella situación donde existe un reducido conjunto de compradores. Ello permite obtener el producto a un precio menor que el que existiría en un mercado competitivo.
Paradójicamente, la estrategia oficial promueve el déficit comercial, sobre todo con Brasil. Este país es desde siempre nuestro gran cliente de trigo y, sin embargo, las exportaciones hacia allí están limitadas. Por un lado las autoridades pretenden mejorar la balanza comercial con Brasil y, por el otro, se castiga la salida del cereal. La contradicción es demasiado visible para ocultarla.
En esta situación no se advierte, al menos claramente, beneficio alguno para el consumidor local. Así se premian las conductas oportunísticas y se promueve el conflicto entre los agentes de la cadena de valor. Tanto el oportunismo como el conflicto son los grandes disvalores que corroen la competitividad no sólo del eslabón agrícola sino de toda la cadena. Y por ende, del sistema económico. Lamentablemente, cuando estos factores se arraigan, lo que en rigor sucede es que se institucionalizan, y así pasan a ser estructurales.
En lugar de regular con la intención de aproximar el mercado a una situación de competencia perfecta que, por esencia, resulta más democrático, se interviene a favor de un mercado más concentrado que deriva en un esquema más oligárquico. En vez de progresismo, se asiste a un despiadado "regresismo". Pese a lo que se diga, la realidad lo revela con toda crudeza.
El autor es economista.
- 23 de enero, 2009
- 30 de diciembre, 2024
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- 31 de diciembre, 2024
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