La versión islámica de la historia
Ideas – Libertad Digital, Madrid
Explica Bernard Lewis en La crisis del islam (Ediciones B, 2003) que la diferencia esencial entre las concepciones occidental e islámica de la historia consiste en que nosotros hablamos de naciones en las que conviven varias religiones y ellos, de una religión subdividida en regiones.
Creo que esto no es ya del todo exacto, si es que lo era hace ocho años. La cuestión es que las historias nacionales son hijas de la modernidad. Las naciones occidentales son producto de largas luchas institucionales, culturales e identitarias que arrancan en la decadencia y caída del Imperio Romano, en el siglo V. Bien es cierto que, como sostuvo en su día Pirenne, el advenimiento de Carlomagno marca el comienzo de una nueva era, en la que la expansión islámica, imparable a partir del siglo VII y detenida por vez primera en Poitiers por Carlos Martel, pierde algo de fuerza. Pero aún faltarán las Cruzadas, entre ellas la de la Reconquista española. Y sólo después de eso empezaremos a hablar de naciones y, a finales del XVIII, de Estados nacionales.
La nación moderna nace en 1776 en América y en 1789 en Europa. Y a pesar de las brutales, prolongadas y vanas guerras de religión que para entonces habían asolado el continente, hasta entonces la historia de Occidente había sido la de una cristiandad ya abocada al suicidio, que sólo sobrevivió gracias a idénticos combates en el interior del islam, que impidió a los turcos apoderarse de Viena y vencer en Lepanto a las tropas españolas (y vénetas, genovesas y pontificias, de mucho menor peso), abandonadas a su suerte por una Europa ignorante y egoísta. (¡Cómo duele recordar que en la Reconquista y en Lepanto fuimos el enemigo principal, y ahora apenas una nación menor con un gobierno proislámico!)
Con la nación moderna nacen las historias nacionales, se reinventa el pasado, se constituye la Antigüedad, se excluye de la historia a los judíos, se periodiza el relato histórico aceptando la noción de "Edad Media" entre una Antigüedad remodelada y la recuperación de la misma por el Renacimiento. Pero antes de eso la historia lo era de griegos, romanos, judíos y cristianos. Y de musulmanes, enfrente, como enemigo, y casi siempre a la defensiva. Porque hemos de reconocer que las Cruzadas, con excepción de la española, fueron un fracaso, y Jerusalem permaneció la mayor parte del tiempo sometida.
Entre tanto, se iba construyendo el mito cultural árabe, que alcanzaría su cota de estupidez más alta en la obra de Washington Irving, y su teoría autodestructiva hispánica en Américo Castro. Sostenían los creyentes en ese mito que gracias al islam se había preservado el legado cultural griego, abandonado por los monjes bárbaros de los siglos oscuros de la Europa medieval. A lo cual se añadieron leyendas sobre cosas tan dispares como la "sabiduría árabe" y la "invención" del número cero.
Es obvio que la preservación del legado antiguo se debió, sobre todo, a las órdenes monásticas y a la preocupación de sus organizadores por dedicar partes importantes del horario de los monasterios a la copia de textos. No voy a contar aquí las historias de San Patricio y los monjes irlandeses, de San Gregorio Magno, de San Bernardo de Claraval y el Císter, de los santos Benito de Nursia y Benito de Anaine y la abadía de Cluny, de los monasterios que perduraron en silencio bajo el califato de Bagdad, sin evangelizar ni agitar, sumidos en la tarea de la escritura. Diré, sí, que es cierto que el bajo nivel de no pocos monjes les llevó a raspar pergaminos antiguos para escribir en ellos textos piadosos.
No obstante, el esfuerzo posterior permitió recuperar, repitiendo la operación de limpieza de los textos, partes importantes de la ciencia clásica: de un pergamino conservado en un monasterio de Constantinopla descubierto en 1906 por el historiador Johan Ludwig Heiberg, y que contenía textos piadosos, salió buena parte de la obra de Arquímedes. Heiberg comprendió que lo que tenía delante era un palimpsesto, es decir, algo escrito sobre un texto anterior que había sido borrado. Se trataba de un documento de 174 páginas, y lo que había debajo era una copia del siglo X de obras del sabio: Sobre el equilibrio de los planos, Sobre las espirales, Medida de un círculo, Sobre la esfera y el cilindro, Sobre los cuerpos flotantes, El método de los teoremas mecánicos y Stomachion. Por su parte, Lessing halló El problema del ganado en un manuscrito griego de la Biblioteca Herzog August de Wolfenbüttel en 1773. Es cierto que un árabe llamado Thäbit ibn Qurra, que vivió en el siglo XI, tradujo obras de Arquímedes a su lengua, pero su conservación, finalmente, no se debió a él.
Otro gran mito es el de la "invención" del número cero. Lo cierto es que los números que hoy empleamos en la escritura son de origen árabe, y que fueron adoptados por su evidente practicidad en comparación con el sistema romano de cifras, que carecía de un signo para el cero. Se impusieron por la misma razón por la que lo hicieron hace unos miles de años las escrituras protosemíticas, con letras para cada consonante, a todas las previas, ideográficas. De ahí a que el cero, ya no como número, sino como concepto, fuese creado por pueblos que entran en la historia 1.300 años después de Pitágoras y mil después de Euclides es un puro desatino. ¿O alguien cree que sin esa idea hubiesen sido posibles las construcciones pitagórica y euclidiana?
En estos días, y en medio de una campaña de apropiación del patrimonio hebreo por el islam, apoyado por la siniestra Unesco, de creación soviética y alma musulmana, ha surgido y se está desarrollando un serio intento de reescritura de la historia a cargo de intelectuales musulmanes. Hasta ha aparecido un señor que sostiene que Al Hassan ibn al Haytham, en el siglo X, entendió lo que Newton no pudo entender sobre la descomposición de la luz hasta el XVII. Se trata del periodista americano Richard Powers, que nos revela su investigación en una serie de documentales hechos para la habitualmente proárabe BBC 4. En realidad, Newton no descubrió la descomposición de la luz por un prisma, cosa bien conocida ya para los griegos, sino que experimentó y meditó lo suficiente para llegar a la conclusión de que la luz se compone de los mismos colores en los que se descompone. Por supuesto que los árabes, y hasta los hombres de las cavernas, eran conscientes de que los cuerpos se caen al suelo si no los sostenemos, pero eso es muy diferente de saber que caen hacia el centro de la tierra por la fuerza de la gravedad, y que ésta les imprime una aceleración de 9,8 metros por segundo.
Pero Powers es un hombre con ideología, un occidental convencido de que en la escuela le han engañado al contarle la historia. No pasa lo mismo con sus colegas musulmanes, perfectamente al día respecto de la lucha en la que están empeñados. Y no me refiero a los imanes que pululan por los barrios periféricos de las ciudades europeas, sino a tipos formados en Oxford, Cambridge o Harvard, que ponen todos sus saberes al servicio de una reescritura del pasado favorable a la imagen islámica. Si, con toda su formación, algunos de ellos se deciden a volarse con un cinturón de bombas en una estación de metro atestada, ¿por qué no van a ponerse al servicio de una tarea en definitiva intelectual, fraudulenta pero intelectual, como la redacción de los Protocolos de los sabios de Sión? Sin abandonar un solo precepto, ni la noción de que la historia es la de una religión, que a su vez implica una política.
El objetivo central de ese trabajo consiste en demostrar que los musulmanes son los padres de la ciencia, de la paz y del progreso, y que se vieron detenidos en su noble accionar por un Occidente codicioso y retrógrado, que los condenó al atraso durante siglos. Y no es un trabajo nuevo: la mayor parte de la crítica tradicional al colonialismo no surge en Gambia ni en Kenia, sino en los países árabes, y es reproducida y ampliada por la izquierda europea: piénsese en Franz Fanon y en el prologuista de su Los condenados de la tierra, un clásico anticolonial: Jean-Paul Sartre. El prólogo fue retirado de ediciones posteriores por la familia de Fanon, debido a las simpatías de Sartre por Israel en la época en que Israel contaba con el reconocimiento soviético, es decir, antes de que los rusos decidieran apoyar a los fascismos árabes de raíz nasserista, pronto desplazados por el islam. Fanon, Samir Amin, Edward Saïd, Juan Goytisolo… hasta el comunista que se convierte a la fe islámica, Roger Garaudy. Un largo empeño en convencer al personal de que la nuestra es una civilización en decadencia (lo cual probablemente sea cierto, pero por razones distintas de las que ellos alegan) y la islámica es, sin duda, superior. Un largo recuento de monumentos, documentos no siempre auténticos, supuestos desarrollos científicos o literarios no basta para suponer nada parecido.
Por otra parte, se ha tratado con todo eso de establecer una competencia con la extraordinaria producción científica, técnica y artística del pueblo judío. De ello hay ejemplos estremecedores en los centros de enseñanza en la Autoridad Palestina.
Lo he escrito hace poco en este periódico: hay sociedades y culturas superiores e inferiores, pero la diferencia entre unas y otras se mide en función del grado de libertad alcanzado por cada una.
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