Más vale que Assange no salga de su escondite
Es comprensible que la administración minimice la importancia de los despachos diplomáticos del Departamento de Estado en poder de WikiLeaks. Pero si bien no es aconsejable dejarse llevar por el pánico en público, es ilusorio creer que se trata simplemente de chismeríos e indiscreciones vergonzantes. Las filtraciones han causado daños importantes.
En primer lugar, daños bastante concretos a nuestra capacidad bélica. Tómese sólo una revelación de centenares: el presidente yemení y el primer ministro en funciones son citados diciendo que dejan que Estados Unidos bombardee a Al Qaeda dentro de territorio nacional, mientras dicen que los bombardeos son obra de la administración. Bueno, esa tapadera está más que acabada. Y dada la impopularidad de la tenue cooperación de la administración de San'a con nosotros en la guerra contra al-Qaeda, esto limitará indudablemente nuestra libertad de acción contra su filial yemení, identificada por la CIA como la amenaza terrorista más urgente a la seguridad estadounidense.
En segundo lugar, hemos sufrido un duro golpe a nuestra capacidad de recabar información. Hablar con franqueza con un diplomático norteamericano ahora puede granjearle titulares en todo el mundo, represalias en su país o cosas peores. El éxito en la guerra contra el terror depende de que se te puedan confiar los secretos de otros países. ¿Quién va a confiar en nosotros ahora?
En tercer lugar, esto nos hace quedar mal, muy mal. Pero no al estilo que insinuaba la Secretario de Estado Hillary Clinton en su discurso de disculpa que induce vergüenza ajena en el que reprende a estos terribles confidentes por haber hecho un nocivo servicio a "la comunidad internacional", y deploraba lastimeramente hasta qué punto dificultará esto los intentos norteamericanos de lograr un mundo mejor.
Sonaba como un cruce entre directora escolar exasperada y aspirante a Miss que profesa la paz en el mundo como su mayor deseo. El problema no es que los cables sustraídos evidencien la hipocresía o el doble juego estadounidense. Por Dios, es la esencia de la diplomacia. Eso es lo que hacemos; es lo que hace todo hijo de vecino. De ahí el famoso aforismo de que un diplomático es un caballero honesto destacado en el extranjero para mentir por su país.
No hay nada nuevo. Lo que es notable, sorprendente de hecho, es la respuesta torpe y pasiva de la administración a las filtraciones. Lo terrible es la impotencia de una superpotencia que no sólo no puede proteger sus propios secretos sino que demuestra al mundo que si usted viola sus secretos – masivamente, sin razón y con malas intenciones – no habrá represalias.
Es hora de manifestar un poco de carácter. Demostrar que esos depravados no van a irse de rositas.
En rueda de prensa el lunes, el fiscal general Eric Holder aseguraba a la nación que su gente examina con diligencia la posibilidad de tomar medidas legales contra Wikileaks. ¿Dónde ha estado Holder? La salida a la luz por parte de WikiLeaks de los despachos militares de la guerra afgana se produjo hace cinco meses. ¿Ahora se pone Holder a buscar posibles imputaciones? Éste es un país en el que la fiscalía tiene tanto control sobre el jurado que puede convencerle de declarar culpable a un bocadillo de jamón. ¿Meses después de la primera filtración, los miles de letrados del Departamento de Justicia no han presentado cargos todavía contra Julian Assange y sus confederados?
Impúteles todos los delitos derivados de la Ley de Espionaje de 1917. Y si eso no basta, si esa ley ha quedado demasiado marginada y rebajada por posteriores sentencias del Tribunal Supremo, entonces ¿por qué no ha redactado la administración nuevas legislaciones adaptadas a este tipo de delitos contra la seguridad estadounidense en la era de Internet? No es que no supiéramos que se iban a producir filtraciones. Ni que no sepamos que vayan a producirse aún más.
Sed creativos. La difusión documental a gran escala de WikiLeaks es sabotaje, al margen de lo pintoresco que pueda parecer el término. Estamos en guerra – una guerra encarnizada en Afganistán en la que seis estadounidenses perdían la vida justo este pasado lunes, y una guerra mundial encubierta en la que enemigos de Yemen a Portland, Oregón, planean la guerra santa. Franklin Roosevelt hizo que los saboteadores alemanes fueran juzgados por tribunales militares y fusilados, Assange ha causado más daño a Estados Unidos que aquellos seis alemanes juntos. Colgar en Internet secretos estadounidenses, un medio de diseminación universal novedoso en la historia de la humanidad, exige la reconceptualización de los cargos de sabotaje y espionaje — y de las leyes para castigar esos delitos. ¿Dónde está el Departamento de Justicia?
¿Y dónde están las agencias de Inteligencia en las que invertimos generosamente 80.000 millones de dólares al año? Assange está en paradero desconocido. Bien, no es un asceta yihadista de las cavernas. Que lo encuentren. Que empiecen por todos los hoteles de cinco estrellas de Inglaterra y que vayan bajando.
¿Quiere evitar que esto vuelva a ocurrir? Que el mundo vea a un hombre en vela en la misma cama, que teme el largo brazo de la justicia estadounidense. No estoy abogando porque saquemos de su jubilación al agente del KGB que, en una calle londinense, asesinó a un disidente búlgaro con la punta envenenada de un paraguas. Pero estaría bien que la gente como Assange no pudiera evitar preocuparse cada vez que pisara la calle.
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