Tecno-adicciones
Abiquiu, Nuevo México. - Ir a Abiquiu es como un viaje en el tiempo. Al pasado.
Rodeado de desierto y montañas es uno de los pocos lugares de Estados Unidos donde no llega, ni siquiera, la señal de los teléfonos celulares. Cuando una compañía telefónica te dice en su publicidad que cubre el 95 por ciento del territorio nacional, en el otro 5 por ciento cae una parte de Abiquiu y, supongo, los lugares más remotos de Alaska.
El hotel en que me quedé –al lado de una carretera y supuestamente el mejor del lugar– prometía, al menos, una conexión inalámbrica para la internet en su lobby. Pero mi laptop y mi recién comprado iPad no registraron ni una barrita; ese símbolo tecnológico mínimo de que estás conectado al mundo.
Luego me enteraría que el sistema llevaba dos semanas descompuesto y nadie se había quejado hasta mi llegada. Claramente ellos –los abiquiuenses– y yo vivíamos a ritmos distintos.
Estaba aislado y no podía hacer nada al respecto.
Esa noche no me pude despedir por teléfono o email de mi hijo de 12 años de edad. Mi explicación, días después, fue incomprensible para él.
Su mundo, desde que se levanta hasta que se duerme, está plagado de textos, tweets, emails y juegos de video a través de la internet. Para él es casi imposible entender que su padre creció en un mundo sin computadoras, sin celulares, sin control remoto y con un viejo televisor de blanco y negro con 3 canales que sólo se podían empezar a ver a media tarde.
Lo curioso es que, aunque le llevo 40 años de edad, los dos entramos en la actual revolución tecnológica al mismo tiempo. La mayor parte de las veces es él quien me enseña a mí cómo bajar música, programas y cómo convertir mi celular en televisor, alarma, calendario, directorio, GPS y minicomputadora. El me ayudará a bajar las canciones de los Beatles por iTunes. Pero los dos dependemos de esa tecnología por igual. Por eso me sentí tan perdido en Abiquiu.
Las primeras horas fueron las más difíciles. Estaba en total negación. «¿Cómo es posible que esto no funcione?'', pensaba, mientras veía incrédulo mi celular, laptop y iPad. Y me resistí a apagarlos esperando una especie de milagro digital que nunca llegó.
Luego, sentado en el lobby y esperando a que llegara la hora de la cena, no tuve más remedio que hojear dos viejas revistas con Lady Gaga en la portada. El contraste no podía ser mayor: ahí estaba leyendo sobre una de las artistas más populares y extravagantes del mundo en uno de los lugares más aislados de Nuevo México.
La ansiedad de no poderme comunicar con nadie empezó a disminuir gradualmente tras las primeras 12 horas. Pero no me quedó la menor duda de que se trataba de una verdadera adicción al celular y a la internet. Tecno-
adicciones.
Tras dormir en total silencio, desperté buscando mi teléfono en la oscuridad sobre la mesita de noche. Nada. No había señal. Salí a caminar. El paisaje era maravilloso; un sol rojizo recortaba las rocas grises de las montañas y el aire abría suavemente mis pulmones. Pero mi corazón, desafiando la paz y la salud, latía como en guerra esperando una llamada, un correo electrónico, esa ínfima señal de que no estaba solo.
l final, tenía dos opciones. Reconocer mi tecno-ansiedad, respirar profundo y disfrutar de un día desconectado o irme. Me fui.
Desaproveché una oportunidad única de descansar, de desconectarme y de ver el mundo de otra manera. Pero ni siquiera pude esperar a llegar a Santa Fe para checar mis mensajes. A 12 millas de Abiquiu, en el auto, mi iPhone regresó a la vida y rápidamente se llenó de tweets y correos.
Lady Gaga se había quedado atrás. Ya no me sentía solo. De pronto, la ansiedad de las últimas 24 horas desapareció. Pero nada era urgente. La mayor parte de las cosas que recibí era pura basura.
Todo podía esperar. Por eso me llevé de Abiquiu esa incómoda sensación de que la nueva tecnología, lejos de liberarme, me había convertido en un esclavo más.
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