Raúl Castro y el génio de la lámpara
En La Habana cuentan que Raúl Castro se encontró una vieja lámpara perdida en la azotea del Comité Central, la frotó y se le apareció el clásico genio. “Pídeme dos deseos”, le dijo la criatura. “¿No eran tres?” –preguntó Raúl extrañado. “La situación es muy mala –contestó el genio—y hemos reducido la cuota”. “Muy bien –dijo Raúl–, convierte el Hotel Nacional en un edificio de oro. Lo vendo y salimos de todas las deudas”. “No seas idiota, Raúl –le respondió el genio, que tenía muy mal carácter–. Eso es imposible. Yo soy un genio, no un mago”. Y agregó: “¿Cuándo has visto tú que un edificio se transforme en oro? Pídeme el segundo y último deseo”. Raúl suspiró, pensó un rato, y le dijo: “logra que el comunismo cubano sea eficiente y productivo para poder salir de la crisis”. El genio se le quedó mirando y contestó, resignado: “Bueno, ¿dónde está el edificio ése que quieres que te convierta en oro?”.
Raúl Castro está empeñado en que el comunismo cubano sea eficiente y productivo. No comparte el pesimismo del genio del cuento. Sus reformas no están encaminadas a crear libertades políticas y económicas, como esperaban los más ilusos, sino a salvar y relanzar el modelo socialista de economía planificada, dirigido por los sabios y bienintencionados burócratas del Partido, donde predomine la propiedad estatal de los medios de producción, ahora acompañado de cooperativas y de un tenue tejido microempresarial privado, también sujeto a los objetivos generales del Estado y bajo la estricta vigilancia del gobierno para que la acumulación de riquezas no sea excesiva. O sea, el mismo monstruo, pero imperceptiblemente mutado.
Para lograr sus propósitos, Raúl ha puesto en circulación un documento de 32 páginas titulado “Lineamientos de la política económica y social”, que será el foco de las discusiones hasta llegar al VI Congreso del Partido Comunista convocado para abril del 2011. Nada de exámenes políticos de fondo. Nada de cuestionamientos esenciales al sistema dictatorial que mantiene a los cubanos en una creciente miseria desde hace más de medio siglo. La discusión se limita al tema estrictamente económico.
Era previsible. Raúl no es un ideólogo. Ni siquiera se considera un político. Se ve como un gerente, un tipo pragmático, organizado, capaz de armar un equipo de trabajo, asignar responsabilidades, establecer calendarios y hacer cumplir las metas con mano dura. Siempre ha percibido a su hermano como un ser superior, genial, más inteligente que él, pero caótico, arbitrario, torpe en la elección de sus subalternos e incapaz de desarrollar planes a largo plazo. Piensa que sin Fidel no hubiera habido revolución, pero estima, como muchos cubanos, que por culpa de Fidel y de sus arrebatos anarcolocos la revolución es un desastre.
Raúl cree que él puede arreglar ese desastre. Será su gran victoria personal en la secreta competencia que mantiene con su hermano mayor. Durante toda su vida ha sido un segundón, un apéndice a veces humillado del Máximo Líder (a Raúl le llaman, en voz baja, el Mínimo Líder), pero ésta es su oportunidad histórica de ganarle esa batalla íntima y dolorosa y demostrar que él es capaz de triunfar donde el otro fracasó estrepitosamente. Aspira a que el escueto epitafio de la tumba mediática en que seguramente los enterrarán algún día, dirá: “Fidel Castro, que era el más listo y audaz, hizo la revolución comunista. Raúl, que era el más sensato y organizado, la salvó y consiguió perpetuarla tras la muerte de ambos”. Esa será su victoria.
Aunque la reforma es económica, el objetivo de medio y largo plazo es de carácter político. Raúl sabe que el fracaso material del gobierno es de tal magnitud que difícilmente el régimen sobreviva cuando él y Fidel no estén al frente de los cuarteles. Ya casi nadie cree en el sistema porque el sistema, como se le escapó a Fidel, “no funciona”. Para poder transmitir ordenadamente la autoridad dentro de las instituciones del Partido y evitar el derrumbe post mortem, hay que legitimar a la clase dominante aportando comida, vivienda, agua potable, comunicaciones, electricidad, transporte, ropa, salud, educación y un mínimo de diversión.
Hasta ahora han podido sobrevivir gracias a la caridad soviética, primero, y luego a la venezolana, pero Hugo Chávez es un tipo impredecible que puede desaparecer mañana, como ocurrió con la URSS. El sistema comunista cubano tiene que ser autosuficiente, especialmente si se mantiene el propósito de entronizar la dinastía dejando en el poder a Alejandro Castro Espín, coronel de los servicios de inteligencia e hijo y mano derecha de Raúl.
Pero todo es una fantasía. Su reforma del aparato productivo fracasará, como ocurrió con las otras seis anteriores que ha implementado el gobierno a lo largo de más de cincuenta años. Raúl cree que el sistema se salva si las empresas en poder del Estado se vuelven eficientes y rinden beneficios. Las va a operar con criterios comunistas, pero va a juzgar sus resultados con categorías del capitalismo. Eso es un disparate. Quiere que las empresas produzcan cada vez más con cada vez menos, que es la esencia de la productividad capitalista, y por eso en el plazo de dos años va a lanzar al desempleo a un millón trescientas mil personas, una cuarta parte de la fuerza laboral, sin advertir que el pecado original del modelo comunista está, precisamente, en la propiedad estatal de los medios de producción y en la existencia de un poder central planificador manejado por burócratas que toman las decisiones, determinan los precios artificialmente y aplastan la creatividad y el espíritu emprendedor de la sociedad.
Raúl supone que el modelo comunista se basa en ideas correctas hasta ahora mal ejecutadas. Morirá sin entender que las enormes deficiencias del comunismo real son la consecuencia natural de las ideas disparatadas de Marx, Lenin y el resto de los corifeos. Desaparecerá sin comprender el pesimismo del genio de la lámpara.
- 28 de diciembre, 2009
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