El malestar de marxistas y freudianos
Freud escribió poco sobre la teoría marxista. Sin embargo, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, no se dejó embaucar por la misma. En sus escritos sociológicos rechazó que el hombre se hiciera naturalmente bueno en ausencia de la propiedad privada y denunció la vana esperanza en una igualitaria sociedad futura. Llegó a la conclusión de que el comunismo sería una de tantas ilusiones de la humanidad.
A pesar de este afilado análisis sobre una de las ideologías que más muertes y sufrimiento produjo en el siglo XX, no deberíamos inferir que Freud fue un apóstol de la libertad; más bien, fue todo lo contrario. Como convencido determinista, pensaba que el hombre estaba gobernado por su inconsciente. Compartió con el marxismo más cosas de lo que imaginaba.
Para marxistas y freudianos, el hombre moderno es incapaz de sentirse cómodo y arrullado en las sociedades desarrolladas. Ante un mundo industrializado y complejo, sentido como opresivo por Marx, su visión ofrecía una filosofía radical de acción para liberar al proletariado de su esclavitud. Por su parte, Freud creía que la cultura moderna incorporaba tal conjunto de inhibiciones ante las pulsiones humanas que provocaba las consabidas frustraciones por culpa de nuestro vigilante interior, el super-yo. La cultura actual se habría vuelto neurótica y el hombre debería “liberarse” de aquella situación.
La teoría marxista y el psicoanálisis fundaron dos nuevas cosmovisiones con pretensión científica. Funcionaron como infalibles máquinas de desenmascarar la conciencia social (Marx) o individual (Freud). Debido a su respectivo poder de explicación de la realidad, su atractivo fue enorme para muchas personas. Sus acólitos se sentían distintos (y superiores) de los demás. Cada una de sus vulgatas manejaba verdades a toda prueba y no probadas.
Estas ideologías iniciáticas veían ejemplos confirmadores en todas partes: el mundo estaba lleno de verificaciones de su respectiva teoría. Los incrédulos que rehusaban ver la verdad manifiesta era porque iba en contra de su interés de clase o porque se lo impedían sus propias represiones. Debían ser encarcelados (o ejecutados) o, en su caso, someterse a análisis y tratamiento. De hecho, cada fe tuvo su pléyade de disidentes y sectas.
Popper argumentó que una teoría que parece explicarlo todo, en realidad, no explica nada. Marx se las dio de científico social frente a los utópicos que le precedieron; hizo predicciones específicas, pero cuando todos y cada uno de los predichos acontecimientos no se materializaron, sus seguidores respondieron modificando la teoría, de modo que siguiese “explicando” todo lo que sucediese. Menuda ciencia.
Los freudianos, por su parte, nadaron desde el inicio a sus anchas en los mares simbólicos de la mitología (fascinante pero a la postre lesiva, según denunciaba Wittgenstein) y ni siquiera se aventuraron a lanzar una sola conjetura. Sólo funcionó en algunos casos como efecto placebo (cosa que ni siquiera ocurrió con el marxismo).
A diferencia del proceder de la verdadera ciencia, buscadora de evidencias falsadoras que revelen la necesidad de una nueva y mejor explicación de la realidad, la obsesiva y hermética interpretación de ésta por parte del materialismo dialéctico y del psicoanálisis les hace merecedores del calificativo de pseudociencias al blindar y hacer irrefutables sus proposiciones. En una reunión de especialistas con verdadera pretensión científica, la presencia de la duda y el reconocimiento de los límites del conocimiento no sólo son deseables, sino que es lo más normal de encontrar en cualquier congreso científico que se precie. Actitud completamente ausente en los seguidores de Marx y Freud.
Además, y esto fue lo más grave, sendas ideologías supusieron, desde su ámbito respectivo, un ataque frontal a aquellas instituciones exitosas (propiedad, mercado, familia o moral) creadas por el actuar humano no diseñado. Sus adeptos ofrecían una atractiva y atávica coartada para la completa ruptura de las mismas. El sacrificio, la responsabilidad y el respeto por ciertas pautas de conducta en libertad serían sustituidos por una nueva y corrosiva ética del igualitarismo y la permisividad. Cada credo cuestionaba todos los poderes salvo el suyo propio, como ayer nos recordaba K. Kraus y hoy, Th. Szasz.
Marcuse, ya en la posguerra, integró hábilmente las denuncias marxistas y freudianas del mundo moderno. Su descabellada idea de poner freno al desarrollo técnico alcanzado y de dedicar los esfuerzos a la creación del hombre nuevo en una sociedad no represiva no sería más que el ideal de la regresión a un estadio infantil e irresponsable (¿malcriado?).
En contraposición a dichos planteamientos, está la coherente obra de Hayek que, siguiendo la estela de Hume y los ilustrados escoceses, pero también la de Burke, Savigny y de Menger, nos explica que nunca sabemos por qué muchas tradiciones y ciertos códigos morales existen y evolucionaron a lo largo de los siglos, pero su importancia es decisiva para la vida en la sociedad extensa. También Oakeshott acertaba al indicar que muchas víctimas indirectas de la cultura liberal y del individualismo moderno han estado dispuestas a entregarse servilmente a cualquiera que les garantizara una mínima satisfacción. Pronto se postularían “expertos” políticos y psicoanalistas para dirigir sus vidas y traducir la voluntad del Partido o del Inconsciente.
La Sociedad Abierta y la globalización actuales exigen de nosotros un ajuste y el sometimiento a ciertas reglas de conducta que rigen necesariamente nuestro comportamiento en la Gran Sociedad; sólo así se permite la supervivencia y desarrollo de un número cada vez mayor de población y conocimiento humanos sobre la Tierra.
El porvenir de la civilización quedará seriamente amenazado si se imponen teorías desconectadas de la realidad (y no sólo en el terreno económico). Hayek, primo de Wittgenstein, calificó el siglo XX en el epígono de su obra Derecho, Legislación y Libertad como el siglo de la superstición, debiendo dicho epíteto mucho a las doctrinas de marxistas y freudianos. Mucho antes, Karl Jaspers advirtió que eran –junto al racismo– las tinieblas más extendidas que habían caído sobre la humanidad. Pese a que sus orígenes son ya centenarios, hoy perviven con fuerza en el postmodernismo.
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