Ruego a Dios que no se reencarne
Libertad Digital, Madrid
En el otoño porteño de 2003, un personaje inesperado apareció como presidente argentino tras renunciar Carlos Menem a una segunda vuelta electoral. En realidad, en la primera, que resultó ser la única, Kirchner había tenido apenas el 22% de los votos, pero Menem, viejo astuto, comprendió que en la segunda no superaría el 24% que ya había recaudado: las elecciones eran, sobre todo, un plebiscito por su continuidad. O sea que Kirchner ganó por defección en unos comicios donde, como viene sucediendo desde hace años, había que elegir a un peronista y otro peronista.
Quiso la casualidad que yo me encontrase esos días en Buenos Aires, en compañía de mi amigo Jaime Naifleisch, y asistiéramos a la toma de posesión y al primer discurso presidencial. El primer viaje del nuevo presidente al exterior fue a España y el entonces embajador, Abel Posse, hizo una reunión de "notables" argentinos en la sede diplomática, de modo que volví a verle, esta vez en distancia corta y con su inefable esposa, y hasta tuve la ocasión de cambiar cuatro palabras con él. No me pareció lo peor que podía pasarle al país y hasta fui elogioso con él en una Tercera de ABC que ahora no encuentro y que seguramente me daría vergüenza. Creo que mi ingenuidad tuvo algo de voluntario porque después de Menem cualquier cosa era preferible. Las cotas de corrupción a las que había llegado "el Turco" daban la impresión de ser insuperables. Me equivoqué de todas todas. Ni el programa expuesto en su discurso inicial reapareció jamás, ni la podredumbre menemista era insuperable, como demostraría K muy poco después.
Los juicios a las juntas militares propiciados por Alfonsín en 1985 habían dado paso a una cierta normalidad social, que distaba de la reconciliación pero le abría paso. Hasta el ascenso de Kirchner, todos los gobiernos habían tenido, en mayor o menor proporción, antiguos militantes montoneros. Pero él les abrió las puertas a los cargos de mayor nivel y llegó al colmo con la designación al frente de Defensa de Nilda Garré, que no sólo fue relevante en la organización terrorista, sino que era la viuda de Juan Manuel Abal Medina, cuadro fundador y, por lo tanto, cuñada de Fernando Abal Medina, uno de los asesinos del general Aramburu, cuya muerte en 1970 marcó el inicio de la violencia en la Argentina. Y, como era de esperar, después de reabrir heridas en proceso de curación, K dio paso a la Memoria Histórica, a imitación del modelo español pero en peor, porque las víctimas revolucionarias y sus familias estaban ahí y querían reparaciones, es decir, dinero, que se les dio a manos llenas.
Los sindicalistas más siniestros, los Hoffa de la Argentina, con el camionero Moyano al frente, se hicieron con la vida pública argentina –y hasta se me ocurre que, con la muerte de K, adquirirán aún más poder, al no haber una oposición organizada en condiciones de gobernar–, y la proetarra Hebe de Bonafini se convirtió, al frente de su tétrico sector de Madres de Plaza de Mayo, en receptora de generosísimos subsidios oficiales.
La Argentina padeció a lo largo del siglo XX, y sobre todo a partir de 1930, año del golpe fascista –en sentido estricto– del general Uriburu, gobiernos que pueden contarse entre los peores de Occidente para sorpresa de propios y extraños, que nunca entendieron –entendimos– cómo aquello era posible en un país culto, con la tasa de analfabetismo más baja del mundo y con una librería en cada esquina de las grandes ciudades. Pero de todos los que padeció, excepción hecha del período de las juntas militares, el de este hombre que acaba de morir lleno de oro y odio fue el peor. Ni siquiera merece un análisis fino de sus políticas económicas, tan erráticas como invariablemente empobrecedoras, tan estatalistas como personalistas, y siempre improvisadas. Ni merece un análisis sociológico más allá de la estructura del poder. Se resume en delincuencia sindical y policial, reivindicación de un terrorismo en el cual ni siquiera había tenido el valor de militar, podredumbre ideológica, financiera y moral, y un autoritarismo que hizo perder sentido a la palabra democracia.
Chávez se explica por su rostro de animal vengativo –es un tiranuelo de los que profetizó Bolívar, "de todos los colores y razas"–. Kirchner, descendiente de croatas, era simplemente un hombre feo y desesperadamente codicioso –su viuda y presidente rinde idéntico tributo a la codicia– en el que costaba imaginar las raíces del odio, pero rebosaba de él, un odio generalizado a su país y sus paisanos. Pensaba ser reelegido el año próximo, en unas elecciones sangrientas. Ruego a Dios que su propósito post mortem no sea reencarnarse.
© Libertad Digital
- 23 de julio, 2015
- 19 de diciembre, 2024
- 29 de febrero, 2016
Artículo de blog relacionados
Por Bhushan Bahree, en Nueva York y Russell Gold The Wall Street Journal...
10 de julio, 2006Quienes defendemos la economía de mercado por sobre el estatismo a menudo somos...
16 de noviembre, 2012- 24 de mayo, 2007
Siglo 21 La inmerecida muerte de Facundo Cabral es la gota que derramó...
13 de julio, 2011