Por fin, el Nobel para Mario Vargas Llosa
El Tiempo, Bogotá
Todos los años, en octubre, al oír el nombre del ganador del Premio Nobel de Literatura, experimentaba yo la misma desabrida frustración. Una vez más, la Academia Sueca no se lo había otorgado al escritor latinoamericano que, después de García Márquez, más lo merecía: Mario Vargas Llosa. Era una gran injusticia. Temía que se cometiera con él el mismo imperdonable pecado que se cometió con Borges. A veces, en cambio, el nombre del favorecido o de la favorecida era para los lectores de lengua castellana completamente desconocido, pues su obra no había sido traducida a nuestro idioma.
Al recibir ayer por teléfono, a la hora del desayuno, la noticia de que Mario había ganado el Nobel, mi esposa, mis hermanas y yo dimos un grito de alegría. "¡Por fin!", exclamé.
Mi reacción, 28 años atrás, cuando también a una hora temprana recibí por teléfono la noticia de que Gabo había ganado el Nobel, fue distinta. Estaba solo. Por la ventana de mi estudio veía los tejados y las cúpulas de París bajo un luminoso cielo de otoño.
Sentí de pronto que me rodaban lágrimas por la cara. Me parecía justo pero increíble que a esas cumbres hubiesen llegado mi amigo y compadre, el mismo que en París, años atrás, pasaba las noches en una buhardilla del Hotel de Flandre escribiendo 'El coronel no tiene quien le escriba' en una vieja máquina portátil que yo le vendí por cuarenta dólares.
Recordaba cómo anduve tiempo después ofreciendo aquel manuscrito a desdeñosos editores, hoy seguramente arrepentidos. Recuerdo también el manuscrito de 'Cien años de soledad', que años después me hizo llegar desde México. "Al fin diste el golpe que querías dar", le escribí. Y no he olvidado su respuesta: "Esta noche, después de leer tu carta, voy a dormir tranquilo. Hace dos días, manejando por el periférico, solo, se me paró el corazón. Los médicos me han dicho que es apenas una arritmia nerviosa. Debe ser cierto, porque esta tarde, cuando leí tu carta, se me normalizó el ritmo cardíaco".
A Mario Vargas Llosa lo conocí cuando acababa de publicar 'La ciudad y los perros', y no me quedó duda alguna de que acababa de aparecer en la literatura latinoamericana otro gran escritor. Así como Gabo había vuelto en su obra una mirada hacia atrás, al mundo legendario oído y vivido por él a distancia en los relatos de sus abuelos, Mario Vargas Llosa nos abría con su novela una puerta al conflictivo mundo en el que vivimos, con sus tensiones, sus contrastes sociales y su latente violencia.
Recuerdo, como si fuese hoy, que en un viaje mío a Lima, cuando éramos ya muy amigos, me empeñé en recorrer con él los parajes urbanos donde se movían personajes de sus novelas. Conocí el café que le dio título a 'Conversación en La Catedral'. Quería conocer, desde luego, el Colegio Leoncio Prado, escenario de 'La ciudad y los perros'. "Ahí no puedo ir -me dijo-. Me detestan. Incluso, hicieron allí una quema de ese libro".
Sin embargo, logré que entrara conmigo diciéndole al despistado oficial de guardia que Mario y su esposa eran turistas como yo. Y así, con el mejor de los guías, recorrí aquellos sombríos parajes que recordaban los de un penal. "¡Qué mal novelista eres!", le decía yo en francés para que el guardia no entendiera, viendo que se había quedado corto para describir aquel lugar.
Fue Mario, con su entonces amigo Gabo (siempre me ha dolido como una viva herida su distanciamiento), quien me propuso que fuera el jefe de redacción de la 'Revista Libre', publicación editada en París que agrupaba entonces a los escritores del boom.
Cuando en 1990 se lanzó como candidato a la Presidencia del Perú, no resistí la tentación de seguirlo de cerca en esta campaña.
Quería ver cómo un escritor podía convertirse en líder político.
Estuve con él en Trujillo y en Chiclayo. Observé con qué maestría había logrado formar equipos capaces de diseñar programas para resolver los graves problemas del Perú. Y, no obstante, como candidato, Mario era un desastre. Confundía con cigüeñas a las garzas de balso que le regalaban los campesinos. En los mítines predicaba que por ningún motivo debía satanizarse al empresario privado. Los cholitos que estaban a mi lado, en la plaza, no entendían nada. De regreso al hotel me atreví a decirle: "Si en vez de eso, gritaras que en el Perú hay pocos que tienen mucho y muchos que no tienen nada, y que es necesario distribuir la riqueza quitándoles algo a los primeros, tendrías asegurada la Presidencia". Mario, desde luego, como buen liberal, no aceptaba desvaríos populistas, y por eso el vencedor de las elecciones fue Fujimori.
Muchas cosas podrían decirse de su obra. Me limito a recordar con José Miguel Oviedo, su amigo, que existe en ella un exorcismo de sus fantasmas. "No estamos en presencia de una acumulación fotográfica y fonográfica de la realidad -escribió Ángel Rama- sino ante una constante tarea de creación narrativa a partir de referencias y contribuciones reales".
Mario, como le ocurrió a Gabo, condicionó heroicamente su vida a su vocación de escritor. Y sabemos, de sobra, lo que ello significa. Lo dice el propio Mario en un texto que nunca he olvidado. "La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intervención de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor".
De ese propósito común nacen dos visiones propias de un creador. En Gabo, predomina lo que se ha llamado "realismo mágico", es decir, una manera de transformar y enriquecer la realidad de manera metafórica, casi mítica. En Mario, la percepción es directa, cruda, sin desvíos poéticos. El mejor ejemplo que ilustra estas visiones opuestas, aunque igualmente válidas, son los dos libros donde ambos se propusieron darnos la imagen del dictador latinoamericano: 'El otoño del patriarca' y la 'Fiesta del chivo'. En Gabo, la desmesura del personaje tiene su sello. En Mario, en cambio, la tenebrosa realidad de Trujillo es seguida con minuciosidad de cronista. No debe olvidarse nunca que Vargas Llosa es un extraordinario analista de la realidad continental. No hay personaje ni sucesos que escapen a su riguroso juicio crítico.
La defensa de la libertad es una constante suya, que cada año nos reúne en los foros liberales que él preside.
El Premio Nobel que acaba de otorgársele es el reconocimiento no sólo de una obra excepcional, sino de una vida gobernada por principios.
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