Lula contra los medios
El País, Montevideo
A una semana de la elección brasileña en la que su ahijada política Dilma Rousseff lleva todas las de ganar, el presidente Lula encabezó una movilización contra los medios independientes de opinión, a los que acusó de haberse convertido en "opositores" por respaldar al candidato presidencial contrario a Rousseff, José Serra, quien lleva por su parte todas las de perder.
Encabezar esta movilización, ¿era acaso necesario? Con el apoyo abrumador del ochenta por ciento de sus connacionales, Lula ya había consumado la proeza de prestarle a Rousseff el inmenso capital de su popularidad.
Lo logró, además, respetando la regla constitucional que prohíbe en la nación hermana tres períodos presidenciales consecutivos y manteniendo de paso a su país en el curso del acelerado desarrollo económico en el cual tanto él como su antecesor Fernando Henrique Cardoso lo habían instalado.
Ante este arrollador éxito político y económico, ¿necesitaba Lula reasegurar, como acaba de hacerlo, la victoria? Su espectacular protagonismo en los últimos días de la campaña electoral brasileña, ¿no fue como disparar un cañón para rematar a un mosquito?
Esta pregunta se vuelve inquietante porque al obrar a la manera de los gobernantes autoritarios Hugo Chávez en Venezuela y los esposos Kirchner en la Argentina, Lula ha venido a coincidir con ellos, al menos retóricamente, en el ataque frontal contra la prensa independiente.
Esta embestida contra los medios parte de un error de concepto porque "criticar" a un gobierno, como lo hace la prensa independiente en todos los países democráticos del mundo, no es lo mismo que "oponerse" a él.
En tanto que la "crítica" es un derecho y hasta un deber de los medios verdaderamente independientes, la "oposición" supone internarse en la lucha política porque el opositor que utiliza la crítica ya no lo hace sólo para expresar un disenso sino también para abrir su propio acceso al poder.
Por un trecho del camino, críticos periodísticos y opositores políticos parecen coincidir, pero en el momento mismo en que los opositores lleguen al poder verán quizá con sorpresa cómo esos mismos periodistas que parecían apoyarlos cuando estaban en el llano pasan a criticarlos cuando están en la cima porque ésta es la auténtica función de la crítica periodística, que se desvirtuaría si cediera a las tentaciones del oficialismo, de cualquier oficialismo.
Y no se crea que, porque tenga el derecho de opinar libremente, el periodismo está habilitado para suponer que goza, además, del don de la infalibilidad. Platón ya distinguía entre episteme, "ciencia" y doxa, "opinión", entre un saber cierto y otro incierto.
Los periodistas opinamos. Aún cuando lo hagamos de buena fe, no por eso necesariamente acertamos. ¿Cómo puede protegerse el público, entonces, de nuestros errores? Mediante el pluralismo de los medios.
Toda la garantía que podemos ofrecer a nuestros lectores es que hay otros periodistas que no piensan lo mismo. Al final, es el pueblo el que decide.
Pero la soberanía del pueblo, que le confiere a éste el poder de trazar el rumbo del Estado en las grandes jornadas electorales, tampoco es infalible. Hasta el pueblo se puede equivocar.
Lo que nadie puede hacer, empero, es invocar su presunto error para hablar en nombre de él.
Esta es la arquitectura de la democracia. En su seno oficialistas, opositores y periodistas independientes están llamados a cumplir cada cual con su función, a sabiendas de que todos los seres humanos somos falibles, "errantes", y de que la democracia sólo consigue ser, como alguna vez lo advirtió desde la experiencia varias veces centenaria de su propio pueblo Winston Churchill, "el peor de los regímenes políticos conocidos, si se exceptúan todos los demás".
Que déspotas como Chávez y los Kirchner aspiren a torcer estas verdades elementales es hasta cierto punto comprensible, primero porque no creen en la democracia y segundo porque, hallándose en la curva descendente de su propio ciclo, se sienten contra las cuerdas.
Pero su craso error es menos admisible aún en el caso de Lula, habitando como habita el pináculo de su merecida fama.
Lo más benigno es suponer por eso que el grave error que acaba de cometer el presidente brasileño al coincidir con los impugnadores del periodismo independiente es el producto de la exaltación emocional que suele acompañar a las campañas electorales y que, no bien transmita el poder a su sucesora, la democracia que tan dignamente representa volverá a su cauce.
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