Migración, el drama de siempre
Matías no pasó de sus nueve años: en la puerta de la casa de su abuela, con quien vivió cinco años, lo hallaron recostado con las manos en el vientre y la boca llena de espuma. Junto a él un paquete de galletas Amor a medio consumir. Estaba descalzo. Se había suicidado untando las galletas con veneno para ratas.
En Octavio Cordero Palacios, parroquia rural de Cuenca, las mujeres eran más y solitarias, pero decidieron desafiar a lo desconocido y buscar a sus esposos. Una de ellas fue la madre de Matías. Partió y dejó al niño con su suegra.
La casita de madera y piso de tierra que el chico compartía con su abuela era rudimentaria. La segunda planta, a la que se accedía por una escalerilla, era el refugio de Matías: rústico catre, clavos para colgar la ropa y un tablón que daba forma a una repisa sobre la cual reposaban, en orden cronológico, las tarjetas que, por el Día de la Madre, había elaborado como parte de la materia Manualidades, en la escuela pública de la parroquia.
“Mamita, te quiero mucho”, o “Para ti, mamita, en tu día”, acompañaban a los querubines de plata y corazones de un rojo profundo que, en las manualidades, representaban el amor del hijo por la madre. Las manualidades nunca llegaron a su destino; se quedaron junto a la fotografía a colores que sus padres le habían enviado desde Estados Unidos: un niño con un sofisticado traje amarillo y negro junto a un muñeco de nieve. Era el hermano de Matías, nativo de Nueva York, la ciudad en la que nunca pudo reunirse con sus padres.
No era el único niño huérfano que dejó la migración en Octavio Cordero Palacios. Algunos de sus compañeros mostraban su agresividad reventando con agujas los ojos de las aves de corral. En Matías, esa agresividad la volvió contra él, y para no acumular más manualidades en la repisa de su habitación, decidió quitarse la vida.
El caso de Matías sería solo uno más de una espantosa lista de la que se conoce solo una parte, tal como lo reveló este mes la prensa nacional: en Chunchi, provincia del Chimborazo, entre 2005 y lo que va de este año, 58 menores hijos de emigrantes se suicidaron.
Septiembre de 2010.
Acosada por los periodistas, Micaela, madre de un niño de nueve años que la semana anterior fue rescatada por la Policía de Migración de Norteamérica, accede a responder qué le motivó a viajar con su hijo, guiada por un coyote, a Estados Unidos: “Mami, yo quiero conocer a mi papá”, cuenta que un día le pidió su hijo.
Lo dice como si al mismo tiempo se excusara ante sus interpelantes. Como si recién se percatara de la imprudencia que luego se convirtió en un secuestro que duró cinco meses antes de recuperar al niño. Madre e hijo fueron separados en Centroamérica; ella deportada a Ecuador y él retenido hasta que cancele 15 mil dólares como “rescate”. De lo contrario le sacarían sus órganos.
Lo más seguro de todo esto es que en diez años estaremos contando las mismas historias, solo que, quizá, un poco más insensibilizados. Un poco más deshumanizados.
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