Las palabras suenan
Cuando Mafalda juega al “far-west” o, mejor dicho, a los indios y los “cow-boys” (pienso que el “far west” ya no debe ser conocido por las nuevas generaciones), al estar en plena acción siempre utilizan alguna que otra palabra en inglés, porque lo que desean es, para mayor realismo del juego, sonar como aquellas películas que entonces veían en los cines o en la televisión.
Así se explica que en una oportunidad, en pleno “atraco”, Manolito, con un revólver de madera en la mano, le apunta a Miguelito y grita: “wash-and-wear”.
La expresión, que la utilizábamos obligatoriamente cada vez que nos comprábamos una camisa, nos divierte dicha en tal oportunidad y, sobre todo, por Manolito, que es “un bruto en estado puro” según lo describe Susanita.
En lo que se refiere al cine, esto suena poco menos que incomprensible en España, donde la dictadura franquista no permitía la exhibición de películas habladas en su idioma original, con los obligados subtítulos en castellano, sino debían ser rigurosamente dobladas.
Esto les permitía censurar las películas, algunas veces con los clásicos cortes (como los que hacía doña Carmen, la censora de la Municipalidad de Asunción en épocas de la dictadura), o bien alterando el significado de los textos.
En ocasiones, esto podía llevar al público a un despiste total. En “Detrás de un vidrio oscuro”, de Bergman, se planteaba un caso de incesto.
Los diálogos fueron cambiados y se presentaba al hermano yendo al dormitorio de la hermana para que esta le explicara las clases de latín. Lo que se preguntaba el público era ¿el latín es capaz de producir tales remordimientos, tal sentimiento de culpa, tal sentido del pecado, tal abominación de la carne?
La dictadura pasó, pero los doblajes permanecieron. Ya no se cometen tales barbaridades, pero han echado a perder uno de los elementos fascinantes que posee el cine: ver a los actores emitir su propia voz, trabajarla, modularla, adaptarla a las necesidades del momento mientras los subtítulos nos informan de lo que está diciendo.
En estos días se ha planteado de nuevo el problema como parte de la discusión de por qué las películas españolas tienen tan poca aceptación entre el propio público español.
Aunque no venga al caso, muchos han vuelto a la carga con el doblaje. Sus defensores alegan que se ha llegado a un alto grado de perfeccionamiento, que los encargados de hacer los doblajes son muy buenos actores, etcétera. Pero no me convencen.
Ante tal situación, me pregunto: ¿cómo es posible doblar, sin que se pierda nada, la voz de Merryl Streep en “La elección de Sofía”, quien antes del rodaje convivió con una familia polaca-judía para poder hablar el inglés con ese mismo acento que era el que le pedía su personaje? ¿Cómo doblar la voz de Marlon Brando en “Apocalipsis ya” cuando deambula entre las ruinas que le sirven de casa recitando sus impenetrables poemas?
¿Cómo encontrar la voz que pueda cantar esa canción sin letras que Chaplin improvisa en la escena final de “Tiempos modernos”? ¿Cómo doblarle la voz a Orson Welles cuando en “Otelo” de Shakespeare va a matar a Desdémona?
Las palabras tienen su propio sonido, su propio “canto” y hay que respetarlo.
Pienso que sería como querer “doblar” al castellano la voz de Plácido Domingo, en una ópera cantada en italiano, por un cantante de parrillada.
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